No confundir izquierda con caudillos nacionalistas
Columna JFM

No confundir izquierda con caudillos nacionalistas

?Un líder mesiánico que representa “al pueblo”, “la justicia”, “la verdad”, “la pureza”, y se cree perseguido como Cristo, sería visto por don Daniel (Cosío Villegas) con mucha preocupación”, concluyó ayer su artículo en Reforma, Enrique Krauze, luego de que en un programa de Televisa, López Obrador le dijo al director de Letras Libres que él se inspiraba en Cosío Villegas. Y tiene toda la razón: el programa político, económico y social de López Obrador debe ser visto con preocupación por cualquiera que desee un país con una democracia liberal consolidada, con mercados libres y eficientes y con mejor nivel de vida.
La mayor preocupación que suscitan hombres como López Obrador no pasa por el populismo, sino precisamente por esa percepción de considerarse un líder que representa ?al pueblo?, a la ?justicia?, la ?verdad?, la ?pureza? y que, modestamente, se compara con Cristo.

“Un líder mesiánico que representa "al pueblo", "la justicia", "la verdad", "la pureza", y se cree perseguido como Cristo, sería visto por don Daniel (Cosío Villegas) con mucha preocupación", concluyó ayer su artículo en Reforma, Enrique Krauze, luego de que en un programa de Televisa, López Obrador le dijo al director de Letras Libres que él se inspiraba en Cosío Villegas. Y tiene toda la razón: el programa político, económico y social de López Obrador debe ser visto con preocupación por cualquiera que desee un país con una democracia liberal consolidada, con mercados libres y eficientes y con mejor nivel de vida.

Pero el problema real, la mayor preocupación que suscitan hombres como López Obrador no pasa por el populismo, sino precisamente por esa percepción de considerarse un líder que representa “al pueblo”, a la “justicia”, la “verdad”, la “pureza” y que, modestamente, se compara con Cristo. López Portillo, por ejemplo, le hizo un enorme daño a la política y sobre todo a la economía nacional poniendo en práctica un programa prácticamente igual al que ahora propone López Obrador, pero nunca se creyó, pese a todos sus defectos y a la carga (y el poder enorme) que significaba el presidencialismo de aquellos años, la encarnación de la república, de la verdad o la justicia, e incluso aceptó entregar el poder a un hombre que sabía que representaba, en política y economía, exactamente lo contrario que él enarbolaba, como Miguel de la Madrid. López Obrador muy posiblemente no quiere llegar al poder para aprovecharse y enriquecerse con él como lo hicieron López Portillo y otros mandatarios (aunque lo ha permitido en alguno de sus colaboradores y en aquellos presidentes, ese enriquecimiento tampoco fue, en la mayoría de los casos, un objetivo en sí mismo): pero lo quiere porque considera que está destinado a él y que desde allí realizará una labor redención nacional y popular. Y por eso su visión mística de la realidad no puede interpretarse, al mismo tiempo, como democrática: los místicos, por definición, no son demócratas. Y de allí la profunda desconfianza y preocupación que para un hombre como Cosío Villegas o para Krauze, o para muchos otros genera, más allá de su programa, López Obrador.

Ayer tuvimos otro episodio que refleja esa tendencia autoritaria del ex jefe de gobierno. El sábado, al mismo tiempo que Michelle Bachelet asumía la presidencia de Chile (y qué enorme distancia, aunque ambos se digan de izquierda, separa a una mujer como Bachelet de, por ejemplo, un López Obrador o un Chávez), Carlos Salinas de Gortari ofrecía una conferencia en Cambridge. Allí, el ex presidente alertó sobre el peligro del “retorno de los caudillos que utilizando las formas democráticas llegan al poder para debilitar las democracias de la región”. Nunca habló de López Obrador, aunque la reflexión estaba enfocada, por supuesto a personajes como el candidato de la alianza por el bien de todos. Habló también de que en nuestro caso la falta de reformas está provocando atrasos irremediables en educación, energía, agricultura y sistema de pensiones, con altos costos sociales.

López Obrador contestó el mismo día con demasiada enjundia: “ese Salinas, dijo asumiendo el mensaje en primera persona, dice que sería un riesgo que yo ganara las elecciones”. Y agregó que “sería un riesgo para él, porque dejaría de cobrar la pensión de 160 mil pesos” como ex presidente. Y de paso volvió a descalificar a Roberto Madrazo, a Felipe Calderón (con quien Federico Arreola está llegando a unos límites de provocación y agravios francamente inconcebibles en un hombre con su nivel de responsabilidades) y a rechazar la posibilidad de un debate. O sea que en un frase, López Obrador descalificó lo dicho por Salinas no por el contenido de las críticas de éste, sino porque el ex presidente supuestamente estaría preocupado por perder su pensión (sic), al tiempo que desechó la posibilidad de debatir no sólo lo dicho por éste, sino también de hacerlo con sus adversarios. ¿Por qué debatir si la verdad es suya?.

En realidad, independientemente de la simpatía o antipatía que despierte un hombre como Salinas, su reflexión sobre los caudillos está más extendida que nunca en el mundo político e intelectual. Ayer mismo La Jornada decía que pese a los temores de Salinas esa izquierda gobierna cinco países de la región. Se equivoca: poco y nada tienen que ver Bachelet (o su antecesor Ricardo Lagos) con Hugo Chávez o con Evo Morales; poco y nada tienen que ver el propio Luis Inácio Da Silva Lula con el aspirante presidencial de Perú, Ollanta Humala. Sus políticas y su visión de las cosas son absolutamente diferentes. Cuando muchos, no sólo Salinas alertan sobre los caudillos no están pensando ni remotamente en Bachelet o en Lula, sino en los Chávez, los Evo, los Humala que rondan el continente y que en México podría representar López Obrador. Incluso el dato es fácil de comprobar: Cuauhtémoc Cárdenas generó, siempre, muchas críticas en diferentes sectores, pero jamás generó miedo, como se comprobó cuando en 1997 ganó la jefatura de gobierno del DF. Esa es la diferencia entre la izquierda y los caudillos nacionalistas que se acercan en su visión de las cosas mucho más a la derecha autoritaria que a cualquier tradición liberal.

Esta misma semana, el ex jefe de gobierno español, Felipe González (cuyas diferencias con José Luis Rodríguez Zapatero parecen ser cada día mayores, incluyendo la política hacia América Latina) escribía que en realidad, en América latina lo que parece darse es una doble corriente: mientras que en los países del Pacífico, desde Chile, pasando por Colombia hasta México, se está apostando, con mayor o menor éxito, a economías abiertas y competitivas, a construir democracias con instituciones estables, en los países de la costa Atlántica, de Venezuela a Argentina, la búsqueda parece orientarse en otro sentido, a una suerte de redescubrimiento, de refundación política. En realidad, en esa lógica, se debe reconocer que ni Lula ni Tabaré Vazquez (mandatario de Uruguay) parecen tratar de estar más cerca del Chile de centro izquierda que del nacionalismo intervencionista de Chávez (que esta semana decidió, entre otras cosas, modificar la bandera y el escudo de su país para adaptarlos a su concepción personal de la política y el poder).

El que no despeja esa duda es López Obrador que en lugar, como decían algunos analistas, de ir moderando su discurso en la medida en que se acercan las elecciones, ha decidido radicalizarlo, alejándose al mismo tiempo del respeto a las formas elementales de la democracia, como lo refleja su actitud de rechazo a la simple posibilidad de un debate entre candidatos presidenciales.

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