Medios y autocensura
Columna JFM

Medios y autocensura

No es ninguna novedad decir que los medios en nuestro país han estado bajo un constante acoso en los últimos años. Es verdad que a diferencia de otras épocas, ese acoso se ha dado, ahora, mucho más por poderes fácticos que por autoridades gubernamentales, por lo menos en el ámbito federal. Pero, paradójicamente, ello ha propiciado un tipo de violencia mayor contra periodistas y medios.

No es ninguna novedad decir que los medios en nuestro país han estado bajo un constante acoso en los últimos años. Es verdad que a diferencia de otras épocas, ese acoso se ha dado, ahora, mucho más por poderes fácticos que por autoridades gubernamentales, por lo menos en el ámbito federal. Pero, paradójicamente, ello ha propiciado un tipo de violencia mayor contra periodistas y medios.

Hay casos inocultables. Por ejemplo, la detención de Lydia Cacho en Quintana Roo para ser juzgada en Puebla, una detención marcada por la ilegalidad y en la que participaron, en complicidad, autoridades, por lo menos policiales, de ambas entidades. A eso deben sumarse las condiciones del traslado y la detención de Lydia, que conforman una suma de violaciones a derechos humanos básicos que, sólo a través de las grabaciones que se dieron a conocer de las pláticas telefónicas del instigador y organizador de su detención, el empresario Kamel Nacif, con diversas personas, entre ellas el gobernador Mario Marín, pudieron comprenderse en toda su magnitud. Lo paradójico del tema es que todo indica que no fue autoridad alguna la que grabó y divulgó esas conversaciones, tampoco lo hicieron grupos políticos interesados en el tema, sino que fueron consecuencia de un conflicto familiar donde el empresario era escuchado precisamente por uno de los miembros de su familia que había contratado un despacho con ese objetivo. Hasta allí el tema Lydia Cacho, lo mismo que la forma en que ella se manejó en toda esta historia, es, sencillamente, un ejemplo de la violación a los derechos básicos a la información propiciado por poderes fácticos asociados con el poder político.

Luego, se han confundido algunos temas. Los partidos políticos han tratado de avanzar sobre el caso involucrando a la Suprema Corte de Justicia de la Nación para que investigue y en su caso destituya al gobernador Mario Marín. El problema es que le han presentado a la Corte, en primera instancia (posteriormente dicen haber presentado un paquete de pruebas aparentemente mayor), sólo las citadas grabaciones, que la Corte no puede aceptar porque son ilegales y evidentemente el principal tribunal de la nación no puede juzgar con base a pruebas que, con toda su contundencia, no fueron obtenidas de manera legítima. Algunos argumentarán que eso es legal pero no es justo, pero precisamente esa concepción es la que permite que algunos políticos (y comunicadores) interpreten la legalidad de sus acciones sólo cuando ellos las consideran, además, justas. El caso Lydia Cacho, por ello, obtuvo todo el apoyo de esos mismos sectores que en situaciones similares, pero de distinto contenido ideológico o partidario, prefieren desconocer las presiones o violaciones contra los medios.

La mejor demostración de ello se dio con el acoso al periódico La Crónica. Uno de los mejores reporteros de ese medio, Francisco Reséndez, realizando un trabajo periodístico impecable, se infiltró en los llamados círculos bolivarianos que impulsa y financia el gobierno de Hugo Chávez en México. Participó en ellos durante meses, pudo comprobar quiénes eran sus integrantes y el respaldo que daban a organizaciones que, en el mejor de los casos, caminan en el filo de la legalidad, incluyendo algunos sectores incorporados al PRD (incluyendo funcionarios del gobierno capitalino) y otros de grupos de izquierda ultra. En lugar de iniciar una investigación judicial o de crear una comisión legislativa (como ocurrió en el caso de Lydia) los mismos grupos que en el tema Nacif clamaban, con razón, por las violaciones a la libertad de expresión, descalificaron la información y dijeron que era para golpear a Hugo Chávez y a López Obrador, como si el caso Cacho no golpeara al gobernador Marín y a Roberto Madrazo, y eso fuera una consecuencia de las ilegalidades cometidas, no de un efecto político buscado. Una y otra eran informaciones duras, basadas en datos, hechos, incluso la de La Crónica sustentada en una investigación propia del periódico y sus reporteros y no con base en una filtración. Pero fue ignorada por muchos.

Pero no por todos: los grupos puestos a descubierto, sobre todo los llamados círculos bolivarianos (una forma en realidad de financiar y darle cobijo a buena parte de los antiguos dirigentes del CGH) y el tristemente célebre Frente Francisco Villa, sitiaron las instalaciones de Crónica, hicieron destrozos, amenazaron a sus directivos y periodistas, en particular a Reséndiz, y la policía capitalina simplemente no hizo nada: allí los dejó permanecer durante horas, sin actuar y sin molestarlos, se retiraron cuando quisieron. La agresión clara, abierta, a un medio y a sus comunicadores, tampoco fue investigada, ni por las autoridades capitalinas ni por las instancias legislativas. Para muchos de los mismos comunicadores simpatizantes del lopezobradorismo, que denunciaron, insisto, con razón, una y otra vez las violaciones a los derechos de Lydia Cacho, el caso Crónica no les ocupó ni una línea de su cotidiana labor.

Lo mismo sucedió con el caso de Oscar Mario Beteta. En su libro, Federico Arreola dice que Beteta pidió públicamente el asesinato de López Obrador para frenarlo en su carrera a la presidencia. Es una falsedad, el comunicador que, imprudentemente, había entrevistado y abierto un amplio espacio a Arreola para que platicara de su libro sin haberlo leído, cuando días después leyó lo que se decía de él, montó, obviamente, en cólera y denunció a Arreola. Pero no pasó, una vez más, nada: allí estuvo López Obrador en la presentación del libro de Federico, éste simplemente dijo que Beteta es buena gente pero atrabancado (aunque en realidad se había publicado una grave falsedad respecto a su persona) y el resultado fue que Beteta, desde entonces ha comenzado a recibir, una tras otra, amenazas en su contra por algo que él no dijo y que indolentemente le atribuyó otro comunicador. ¿Qué sucedió? Que ninguno de los personajes que se dicen protectores de los derechos a la información y a la libertad de expresión y que simpatizan (y tienen todo el derecho a hacerlo) con la causa de López Obrador, ha dicho una palabra sobre el tema y los derechos violados de Beteta, tanto en la publicación como por las posteriores amenazas. Las autoridades correspondientes tampoco han investigado el origen de éstas.

Mientras tanto, en buena parte de los estados del país, crece la autocensura en los medios al abordar temas relacionados con el narcotráfico porque no existe la suficiente protección del Estado para evitar las presiones del crimen organizado sobre los medios y los comunicadores. En esto, una vez más, hay de todo, desde comunicadores que de alguna manera han utilizado a alguno de los grupos del crimen organizado para obtener y divulgar información sobre los otros, hasta casos de genuina labor periodística y divulgación de información que daña a esos grupos por su verosimilitud y objetividad. El hecho es que, en uno u otro caso, la violencia no cesa, sigue presente y el fenómeno es la autocensura. Pareciera que algo similar se intenta en el terreno político: sólo algunas historias, sólo algunos casos, son políticamente correctos. Cuando se ahonda en otros, en ciertos grupos y personajes, llegan el acoso, la violencia, la agresión contra medios y comunicadores y no sólo las autoridades y los partidos, sino varios de los comunicadores que han encontrado una causa partidaria, prefieren autocensurarse, no defender derechos que son universales. Deberían recordar aquel poema de Bertold Brecht y asumir que, quizás, cuando lleguen por ellos ya será tarde.

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