El verdadero Juárez: libertador y ?dictador democrático?
Columna JFM

El verdadero Juárez: libertador y ?dictador democrático?

Siempre en torno a los grandes héroes nacionales se han creado historias mitológicas que los convierten casi en superhombres o, para desmitificarlas, se han generado otras que terminan denigrando a personajes que nunca tendrían que haber sido puestos en blancos y negros sino asumiendo, incluso en su grandeza o deshonra, toda la gama de grises que se dan en torno a un personaje político.

Siempre en torno a los grandes héroes nacionales se han creado historias mitológicas que los convierten casi en superhombres o, para desmitificarlas, se han generado otras que terminan denigrando a personajes que nunca tendrían que haber sido puestos en blancos y negros sino asumiendo, incluso en su grandeza o deshonra, toda la gama de grises que se dan en torno a un personaje político.

Ahora, cuando se cumple el bicentenario de su nacimiento (pero no sólo por eso) la figura de Benito Juárez está de moda y se ha abusado de la misma llevándola a todo tipo de extremos. Para nadie existen dudas de que Benito Juárez es una figura fundacional del Estado de mexicano, un hombre clave para comprender no sólo nuestra historia sino también nuestra idiosincrasia política. Pero en muchas ocasiones ello no ha sido por las razones que argumentan muchos de quienes hoy lo colocan como un ejemplo para el futuro.

Benito Juárez tuvo un origen indígena pero estuvo muy lejos de ser lo que ahora llamaríamos un indigenista, no puso el acento ni cuando fue gobernador de Oaxaca ni durante su presidencia, en los indígenas: quería un Estado moderno que mirara hacia el futuro, no hacia el pasado, en ninguna de sus formas. Ninguna de sus hijas se casó con algún indígena y tampoco jamás regresó a Gelatao una vez que abandonó Oaxaca. Como buen liberal y masón estaba mucho más interesado en la apertura comercial, en la consolidación de grandes extensiones de tierras que hicieran éstas productivas, en impulsar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos (el famoso tratado MacLean-Ocampo, que en los hechos hubiera integrado a México con la Unión Americana en un grado mucho mayor que el actual TLC: otorgaba a perpetuidad la cesión de México a Estados Unidos, por ejemplo, el derecho de tránsito del istmo de Tehuantepec y aceptaba, sin autorización previa del gobierno mexicano, la intervención del ejército estadounidense en México; el tratado no prosperó porque no fue aprobado por el senado estadounidense, próxima ya la guerra civil en ese país); aceptó algunas libertades democráticas después de la derrota de Maximiliano; impulsó una reforma educativa pero también se estableció en el poder que no abandonó hasta su muerte en 1872, cuando el país comenzaba a verse envuelto en numerosas rebeliones contra su mandato, iniciadas, la mayoría de ellas por sus antiguos camaradas liberales, opuestos a su larga permanencia en el cargo.. Dicto las leyes de reforma pero era un hombre creyente y en buena medida conservador en sus costumbres, su distancia con la iglesia fue por razones políticas absolutamente claras: la iglesia se había convertido en un Estado dentro del Estado y concentraba las riquezas de éste, y eso era intolerable para la consolidación de un gobierno que abarcara todo el territorio nacional, en una época marcada por una virtual guerra civil de liberales contra conservadores. Aquella frase que ahora se repite tanto, de a los amigos justicia y gracia, a los enemigos la justicia a secas, lo define tanto como aquello del respeto al derecho ajeno es la paz (una frase que Juárez aplicaba mucho más a las relaciones entre las naciones que entre los hombres).

¿Empequeñecen todos esos datos a Juárez? Por supuesto que no: le otorgan su verdadera dimensión y permiten comprender mejor cómo se desempeñó, cuales fueron sus grandes aciertos, porqué los obtuvo y también algunos de sus errores, como su larga permanencia en la presidencia cuando ya no tenía los consensos del pasado. Juárez fue, por sobre todas las cosas, un hombre de Estado y de su época, incluso se adelantó a ella en muchos aspectos y allí están sus grandes méritos, no en los bronces que lo inmortalizan.

Juárez, como todo personaje histórico de esas dimensiones, ha sido utilizado como bandera y como ejemplo. En particular los presidentes han utilizado algunos de los héroes de la historia nacional como emblema de sus sexenios: Echeverría utilizó a Lázaro Cárdenas; López Portillo gustaba de la figura de Vicente Guerrero y de Morelos; Miguel de la Madrid de Venustiano Carranza; Carlos Salinas de Emiliano Zapata; Ernesto Zedillo no tuvo una preferencia histórica tan marcada pero utilizó mucho la figura de Juárez y Morelos; Vicente Fox la de Francisco I. Madero. Ahora de cara a las elecciones del 2 de julio, sobre todo Andrés Manuel López Obrador ha insistido en la figura de Juárez, incluso hasta el exceso de querer mudar la presidencia de la república a Palacio Nacional, “porque fue el lugar donde gobernó y murió Juárez”, según ha dicho. Poco importa, en este sentido, que desde entonces haya pasado siglo y medio y que las condiciones de Palacio Nacional distan de ser las adecuadas para que viva y trabaje allí un presidente de la república: importa más el símbolo, aunque ello implique la peregrina idea de donar la residencia oficial de Los Pinos, con toda su infraestructura, al bosque de Chapultepec. En los hechos, para López Obrador, si llega a la presidencia, ello, además, es importante para deslindarse de otra figura histórica que suele reivindicar pero de la que por razones políticas se quiere deshacer: la de Lázaro Cárdenas.

Lo paradójico es que fuera de esas señales, como tratar de mudarse a Palacio nacional, los paralelos que intenta construir López Obrador con Juárez se dan en las coordenadas equivocadas: su programa político y económico no coincide con el del ilustre oaxaqueño, aunque algunos de sus rasgos, paradójicamante los más autoritarios de uno y otro sí coinciden. La diferencia fundamental es que mientras López Obrador quiere el poder en una lógica marcada por el misticismo, en Juárez no había nada de eso: era, fríamente, un hombre de Estado que tomaba las decisiones desde esa óptica (fueron innumerables las peticiones de los masones de todo el mundo que le pidieron no fusilar a Maximiliano, que era también masón y lo hizo, aunque existían limitaciones legales que lo podrían haber impedido, porque ese era el mensaje que quería enviar al mundo y sobre todo al país).

Ninguno de los otros candidatos presidenciales ha manejado la búsqueda de un paralelo con una figura histórica de la forma en que lo ha hecho López obrador con Juárez. En ese sentido, no sabemos qué piensan, por ejemplo Roberto madrazo o Felipe Calderón. Ese juego con la historia habla bien de López Obrador aunque, lamentablemente, lo que está enarbolando es la imagen mitológica de Juárez en lugar de la del verdadero político de carne y hueso, que promulgó las leyes de reforma, que derrotó la intervención francesa pero que también terminó tratando de perpetuarse en el poder. Un “dictador democrático”, como lo llamó Enrique Krauze en Siglo de Caudillos.

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