Una violencia ?selectiva?
Columna JFM

Una violencia ?selectiva?

El 20 de marzo de 1993, el capitán de la Fuerza Aérea Mexicana, Marco Antonio Romero Villalba y el teniente de infantería, Porfirio Millán Pimentel, decidieron hacer un recorrido a pie desde la base militar del Cerro del Extranjero, cerca de San Cristóbal, Chiapas, hasta Villa Alcalá. Nunca llegaron a su destino. Ese día, al cruzar por unos bosques de San Isidro Ocotal fueron capturados, destazados y sus cadáveres incinerados. Una semana después, frente al cerro de La Bolita, en un hoyo de un metro de diámetro, se encontraron las vísceras, los huesos calcinados y restos de los uniformes de las dos víctimas.

El 20 de marzo de 1993, el capitán de la Fuerza Aérea Mexicana, Marco Antonio Romero Villalba y el teniente de infantería, Porfirio Millán Pimentel, decidieron hacer un recorrido a pie desde la base militar del Cerro del Extranjero, cerca de San Cristóbal, Chiapas, hasta Villa Alcalá. Nunca llegaron a su destino.

Ese día, al cruzar por unos bosques de San Isidro Ocotal fueron capturados, destazados y sus cadáveres incinerados. Una semana después, frente al cerro de La Bolita, en un hoyo de un metro de diámetro recubierto por estiércol, a 30 centímetros de profundidad, se encontraron las vísceras, los huesos calcinados y restos de los uniformes de las dos víctimas. Se detuvo a los dos principales implicados en los hechos, Erasmo González y Ciro Gómez, quienes relataron con todo detalle su participación en los hechos que, en aquel momento, públicamente se atribuyó a un grupo de talamontes, que en los informes de inteligencia militar ya se atribuían a la “guerrilla de Ocosingo” y que meses después conoceríamos como el EZLN. Había sucedido que el teniente Millán y el capitán Romero tuvieron la mala suerte de toparse, en su recorrido, con un campo de entrenamiento de la guerrilla. No sólo fueron capturados o asesinados: terminaron destazados e incinerados. El hecho, además, quedó impune: a pesar de que los implicados fueron detenidos y confesaron ante el MP y su propia comunidad su responsabilidad, los sacerdotes Pablo Romo y Gonzalo Duarte, alegando que los detenidos habían sido torturados para que confesaran, reunieron cientos de manifestantes frente al ministerio público de San Cristóbal y por órdenes del gobierno federal, los inculpados fueron dejados en libertad.

Esos hechos provocaron un intenso intercambio epistolar entre los entonces jefe de la zona militar, el general Miguel Angel Godínez, y el obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz. El 31 de marzo, el general Godínez le envió una carta al obispo Ruiz en la que le recuerda al sacerdote lo ocurrido, le da los nombres de los asesinos y expresa su “sorpresa” porque los padres Romo y Duarte defiendan a criminales que “con tanta perversidad, saña, impiedad y crueldad, privaron de su existencia” a los dos oficiales. Godínez apela a “la calidad humana” del obispo “a efecto de que se permita que las autoridades correspondientes desempeñen su cometido aplicando la ley conforme a derecho”. Finalmente expresa su “asombro” de que durante los ocho días que duró la búsqueda de los restos, no se hubiera presentado denuncia alguna respecto a la presunta violación de los derechos humanos de los pobladores de la zona, pero que, inmediatamente después que se hallaron los restos de los oficiales, se levantaran decenas de acusaciones al respecto, impulsadas por la propia diócesis. Godínez termina escribiendo al obispo que “si hacerse justicia por propia mano es un hecho que no puede permitirse, igualmente resulta ruin impedir u obstaculizar la impartición de la misma, dejando impunes actos delictivos que hoy afectan a dos familias pero que el día de mañana podrían afectarnos a nosotros mismos”.

Al día siguiente, primero de abril del 93, el obispo Ruiz envió su respuesta. El texto es desconcertante pero despliega una doble moral que hasta ahora, pasado trece años, sigue imponiéndose sobre el tema. El obispo Ruiz respondió que la conducta de los militares durante la búsqueda de los cuerpos había sido “correcta”, pero luego dice que, pese a que los detenidos habían reconocido ser los autores del crimen, en realidad no eran los “verdaderos culpables”. Líneas después acepta haberse reunido con las familias de los oficiales desaparecidos e incluso haberse comprometido a decirles dónde se encontraban los cuerpos. Pero, dice la carta del obispo, ese mismo día, por un vecino de Teopisca, se enteró de que los oficiales habían sido calcinados. Obviamente no informó de ello a las autoridades, pero comparó en la carta ese hecho con el incendio en la embajada española en Guatemala, y luego dedica su texto a hacer “una clarificación teórica y práctica” de los derechos humanos para el general.

Una semana después el general Godínez le envía al obispo una nueva, larga carta. En ella le pregunta porqué dice el obispo que los detenidos no eran culpables si habían reconocido ante el ministerio público y su propia comunidad, ser los responsables de la muerte de los dos militares. Le pregunta quién realizó, ante la detención de esas dos personas, una llamada por radio a las demás comunidades de la zona “solicitando refuerzos” hasta que se reunieron 300 personas ante el MP. Finalmente le pide que califique la acción de los manifestantes que, encabezados por los padres Romo y Duarte “agredieron a las viudas, haciéndoles burlas, amenazándolas e impidiéndoles brindar testimonio ante el MP”. El obispo nunca contestó esas preguntas. Pero tiempo después envió una carta al general en la que le dice que “reitero nuestra disposición de apremiar a quienes tienen la competencia y el deber de castigar a los culpables y restablecer la tranquilidad social” (¿no se supone que ese es deber de las autoridades?). El crimen, hasta el día de hoy quedó impune, nadie castigó a los culpables.

Toda esta historia, una más de las que no se suelen divulgar al contar la épica del zapatismo, viene a cuento por lo sucedido en Atenco y las declaraciones, plenas de falsedades de Marcos en Televisa (como decir que él no ha propuesto derrocar al gobierno cuando ello consta desde la primera declaración del EZLN, el primero de enero del 94, e incluso lo acaba de declarar en un acto público en CCH Naucalpan).

Por cierto, el lunes fueron desalojados por la policía municipal de Bochil (un municipio chiapaneco gobernado por el PRD, igual que el de Texcoco, en el estado de México), un grupo de zapatistas que ocupaban la presidencia municipal exigiendo no ser reubicados. Al huir dejaron en el lugar bombas molotov y machetes.

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