Calderón o las verdades compartidas
Columna JFM

Calderón o las verdades compartidas

Si hubiera una sola razón para diferenciar a Felipe Calderón de López Obrador o de Madrazo sería la forma en que llegó a la candidatura presidencial. Mientras que Andrés Manuel utilizó el GDF y no permitió que creciera una sola voz disonante en su partido. Roberto desoyó todas las voces y se empeño en obtener la candidatura, aunque todos los estudios de opinión coincidían en que para el PRI era preferible un candidato con otro perfil. Felipe Calderón ganó la candidatura contra los deseos del presidente Fox, rompiendo los moldes que se habían establecido en el propio foxismo.

Si hubiera una sola razón para diferenciar a Felipe Calderón de López Obrador o de Madrazo sería la forma en que llegó a la candidatura presidencial. Mientras Andrés Manuel utilizó el GDF con ese objetivo y no permitió que creciera una sola voz disonante en su partido respecto a ella, incluso deshaciéndose de quienes en buena medida lo llevaron al poder, como Cuauhtémoc Cárdenas (con el que se negó incluso a debatir ya no sólo sobre la candidatura sino incluso sobre la propuesta programática); mientras Roberto desoyó todas las voces y se empeñó en obtener la candidatura, aunque todos los estudios de opinión coincidían en que para el PRI era preferible un candidato con otro perfil, con menos negativos; en el caso de Felipe Calderón éste ganó la candidatura contra los deseos del presidente Fox, de la superestructura del PAN y rompiendo los moldes que se habían establecido en el propio foxismo, que oscilaban entre una sucesión tradicional, orientada a postular a Santiago Creel o una alternativa que nunca cuajó en torno a Marta Sahagún de Fox. Calderón decidió, cuando advirtió la primera reacción presidencial en su contra, renunciar al gabinete, abandonar el gobierno para competir sin ataduras e ir, como él mismo lo ha dicho, al “lado oscuro de la luna” de donde regresó para quedarse con la candidatura presidencial y colocar al PAN en una pelea que apenas hace una año tenía perdida y que hoy puede ganar.

Conozco a Felipe Calderón desde hace años, desde 1989, cuando comenzó a colaborar con el periódico unomásuno, donde yo entonces trabajaba. Desde entonces hasta ahora, Calderón ha mantenido una constante, que también lo diferencia de sus dos principales contendientes: es un hombre que escucha, que aprende de sus errores, que sabe cambiar, que cuando se equivoca rectifica y lo hace abiertamente y que además tiene principios. No se necesita estar de acuerdo en todo, ni siquiera en mucho con Calderón, para poder estar de acuerdo con lo esencial y en torno a ello trabajar en otros consensos, otros acuerdos. Es además, pese a la publicidad tramposa de la que han sido objeto él y su familia, un político honesto, con una formación sólida y que, sobre todo después de que terminó su periodo como presidente del PAN (recordemos que podría haberse reelegido en esa posición pero prefirió dejarla precisamente para que llegara un dirigente con mayores afinidades con el equipo del entonces precandidato Vicente Fox) y se fue a estudiar a Harvard, que ha crecido, ha madurado, comprende mucho mejor que sus contendientes la perspectiva de México en la globalidad.

México no puede tener un presidente que simplemente no sabe, porque no le interesa saberlo, cómo funciona el mundo real, que no le ha interesado jamás salir de nuestras fronteras, que no conoce los desafíos y posibilidades de la globalidad porque nunca se ha asomado a ella. Peor aún, que cree tener todas las respuestas mirando un pasado que, paradójicamente, conoce sólo a través de la historia oficial.

Es verdad que Calderón no ha cambiado tanto como algunos quisiéramos: a veces termina siendo un hombre producto demasiado evidente de una historia familiar panista; a veces le cuesta mostrar plenamente el talante, la ideología liberal que lo caracteriza a él y a su equipo más cercano de colaboradores, comenzando con su esposa Margarita Zavala. Se podrá argumentar que en última instancia ello es relativo: Calderón se opone a despenalizar el aborto, tiene sus dudas respecto a la píldora del día después o sobre la unión civil de personas de un mismo sexo (temas en lo que coincide, paradójicamente, con Madrazo y López Obrador), pero la diferencia es que asume esos temas como convicciones personales, no como objetivos de Estado y por lo tanto nunca ha luchado por imponerlos a los demás por encima de sus propias convicciones. Es un hombre creyente, religioso, pero formado en una visión laica de la política. Es la diferencia entre un liberal y un autoritario.

Como buen liberal cree en la apertura; cree en la empresa privada; ubica al sector público no como el motor de la economía sino como el facilitador de las actividades de los particulares, y a la política social como un empuje para las oportunidades de la gente, no como una dádiva asistencialista que los mantendrá en la pobreza;  cree más en el ciudadano que en el Estado, más en las libertades que en el control social desde el poder. La suya es una visión de cara al futuro porque sabe que no tiene, ni él ni nadie, todas las respuestas. Cuando Madrazo califica como traidores a todos los que lo han abandonado porque no están de acuerdo con su candidatura, cuando López Obrador lanza su campaña a una confrontación de clases donde los pobres, sólo por serlo, son “buenos” y todos los demás son “delincuentes de cuello blanco” y habla de un pacto nacional pero enfatiza que gobernará sólo con los suyos, Calderón ha insistido en que si gana las elecciones conformará un gobierno de unidad e incluso de coalición con las otras fuerzas políticas para lograr tener un proyecto legislativo con bases comunes. Y eso sólo se puede proponer cuando se sabe que la verdad está en los grises y México es demasiado plural para optar entre blancos y negros. En nuestro país ya hemos tenido demasiados mandatarios convencidos de que sólo ellos tienen la verdad y por eso están decididos a “salvarnos”, aunque para ello tengan que excluir a la sociedad y a sus adversarios del propio proyecto de “salvación”. Eso es lo que, en última instancia, estará en disputa el domingo: un gobierno quizás bien intencionado pero de y  para unos pocos (¿quién puede argumentar que tiene la mayoría si gana con poco más de diez millones de votos en un país con 73 millones de electores?) marcado por la confrontación social , o un gobierno abierto a los demás grupos políticos y de poder que tengan una visión común para garantizar una verdadera mayoría y un tránsito pacífico hacia el futuro. Los primeros creen tener la verdad absoluta; los segundos aceptan que hay muchas verdades para compartir.

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