Nadie ganó todo, nadie perdió todo
Columna JFM

Nadie ganó todo, nadie perdió todo

Al momento de escribir estas línea no estaba definido aún el ganador del proceso electoral, aunque las tendencias preliminares indicaban una ligera ventaja para Felipe Calderón sobre Andrés Manuel López Obrador que podría ser determinante. Ya existen ganadores indudables y uno de ellos es el sistema electoral mexicano, que demostró, pese a muchas previsiones en contra, su fortaleza. Se votó, se votó mucho más de los que se pensaba, se derrotó al fantasma del abstencionismo.

Al momento de escribir estas líneas no estaba definido aún el ganador del proceso electoral, aunque las tendencias preliminares indicaban una ligera ventaja para Felipe Calderón sobre Andrés Manuel López Obrador que podría ser determinante. De todas formas, con Calderón o con López Obrador, ya existen ganadores indudables y uno de ellos es el sistema electoral mexicano, que demostró, pese a muchas previsiones en contra, su fortaleza. Se votó, se votó mucho más de lo que se pensaba, se derrotó el fantasma del abstencionismo y de la violencia y la jornada electoral ha sido inobjetable.

En este sentido, independientemente del ganador, otro de los triunfos que deben señalarse en la elección de ayer es que, viendo cómo se desarrollaron los comicios, cualquier impugnación pensando en imponer condiciones con la gente en la calle es literalmente inviable. La elección fue limpia, sin conflictos graves, sólo fueron nueve las casillas que no pudieron instalarse; jamás en la historia electoral del país había habido tantas casillas cubiertas con representantes de la mayoría de los partidos; incluso en los que se definían como focos rojos del proceso (los estados de Oaxaca y Guerrero sobre todo), los comicios resultaron relativamente tranquilos y sin conflictos mayores. No hay espacio para impugnaciones serias, ni para hablar de una elección de Estado, ni para tratar de ganar en las calles lo que no se ganó en las urnas.

Si eso es de por sí un gran triunfo político para las instituciones electorales y para la sociedad (sobre todo para ella, porque la gente demostró una vez más que tiene un nivel de comprensión y de civilidad política superior a la mayoría de nuestros dirigentes y candidatos partidarios), mucho más lo es el propio resultado. Es evidente que, una vez más, por encima de los porcentajes finales, nadie tiene la mayoría absoluta: en estas elecciones se cumplió con una de las reglas claves de la democracia: ni nadie gana todo ni nadie pierde todo después de los comicios. Nadie podrá gobernar en solitario ni podrá ser enviado al basurero de la historia. México demostró una vez más ser plural, tolerante y en busca de un proyecto de nación que se base en los acuerdos y la continuidad, entendida éste en el mejor sentido de la palabra: no se puede reinventar el país cada seis años.

Apenas el viernes decíamos que ese era el verdadero secreto del proceso electoral en ciernes: se puede y deben reformarse muchas cosas en los próximos años, pero lo que no se puede es inventar sexenalmente es el país, refundar las instituciones, comenzar siempre de nuevo. Si un mérito ha tenido la administración Fox fue mantener esa continuidad e institucionalidad, particularmente en el ámbito económico y social pese a la trascendencia de la alternancia en el poder en el año 2000. Lo que no hizo Fox y se impone como una exigencia ahora, es que ello se refleje también en lo político y lo legislativo.

Lo que no se entendió en el 2000 fue que Vicente Fox ganaba la presidencia de la república pero no obtenía la suma del poder público ni, mucho menos, el control de las diferentes instituciones. El poder legislativo fue y es autónomo y mucho más lo ha demostrado ser el poder judicial. Esa realidad no puede ignorarse. El próximo no pude ni debe ser un gobierno monocolor, basado en una sola fuerza política, con una sola agenda legislativa que no puede imponer porque no tiene mayoría propia en el Congreso. Se requiere un gobierno de coalición, basado en acuerdos legislativos concretos, que permitan establecer una agenda que muy difícilmente será de consenso, pero que sí debe ser de mayoría. El país requiere, necesita, de mayorías sólidas para poder avanzar, independientemente del nombre del nuevo presidente.
Y si éste no acepta esa posibilidad, volverá a equivocarse y a colocar al país al borde de la parálisis o sumido en la tentación del autoritarismo. Y eso lo deben entender tanto los ganadores como los perdedores.

Por lo pronto, las diferencias en el congreso parecen ser menores. Habrá que analizar cómo se configuran las dos cámaras y cómo se equilibran, incluso, las diferentes corrientes, por encima de cada uno de los partidos, porque de allí surgirán las nuevas mayorías.

Ello va de la mano con la demostración de que era falso que había un ganador desde meses atrás, que era falso que un candidato tenía, como insistió una y otra vez, una ventaja de diez puntos (ventaja que nadie tuvo en todo el año), que las campañas negativas, incluso la guerra sucia, tuvieron peso en la decisión del electorado pero que también a la hora de votar, la gente tomó en consideración otras cosas, que van más allá de los golpes bajos entre candidatos.

Al escribir estas líneas aún no están los resultados finales del proceso, pero ayer ganaron los que no apostaron a los extremos, los que vieron las cosas desde una perspectiva más amplia, más tolerante, comprendiendo mejor los sentimientos profundos de una sociedad que no está apostando ni a la ruptura ni a la división. Comprender a su vez ese mandato es el gran desafió del próximo mandatario. Deberá tener el apoyo de todos, pero también deberá ganárselo. Deberá reformar sin reinventar pero deberá apostar a la política y la conciliación.

Esta elección dejó demasiadas heridas, exhibió demasiadas bajezas. El país no puede continuar marcado ni por unas ni por las otras. En ese sentido, la sociedad dejó un mandato clarísimo a los triunfadores y a los perdedores. Ni unos ni otros lo han sido en su totalidad. Deben ahora asumir esa condición. Si lo hacen, nosotros, todos, también ganaremos. Si quieren ganar en la calle lo que perdieron en las urnas, derrocharán el enorme capital político que han acumulado.

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