Luis Rubio y Edna Jaime acaban de publicar un libro espléndido titulado El acertijo de la legitimidad, que lleva un subtítulo mucho más sugerente: “por una democracia eficaz en un entorno de legalidad y desarrollo”. Esas deberían ser las premisas de cualquier reforma.
Luis Rubio y Edna Jaime acaban de publicar un libro espléndido titulado El acertijo de la legitimidad, que lleva un subtítulo mucho más sugerente: “por una democracia eficaz en un entorno de legalidad y desarrollo”. Esas deberían ser las premisas de cualquier reforma. Y esas, nos dicen, son las que norman las reformas al Estado actualmente en curso. Sin embargo, el primer capítulo de las mismas, calificado pomposamente como reformas electorales de cuarta generación, lo que nos ha dejado es una suerte de contrarreforma electoral, que nos lleva en muchos sentidos al pasado, que coarta libertades, quita espacios a la ciudadanía, limita la autonomía del IFE y concentra buena parte del poder y el control en los propios actores del proceso electoral, que son los partidos y dentro de ellos en sus dirigencias.
¿Qué sucederá con el resto de la reforma del Estado?. En buena medida el debate se ha concentrado en algo mucho más específico que la reforma global del Estado: en el sistema de gobierno y en un punto bastante maltratado, si debemos fortalecer las atribuciones presidenciales, si debemos ir a un sistema que algunos llaman semipresidencialista o semiparlamentario, o directamente a un parlamentarismo. El problema es que se debaten esas instancias sin asumir todo lo que conlleva una reforma de ese tipo, sin articular al conjunto del sistema, en torno a esos mecanismos de gobierno que no son más que las expresiones últimas del mismo.
Quienes argumentan que el sistema mexicano es excesivamente presidencialista olvidan que durante los últimos años, al ejecutivo se le han ido recortando todas y cada una de las llamadas atribuciones metaconstitucionales de las que gozaba hasta que tenemos hoy una institucional presidencial con muchos menos poderes que la chilena, la brasileña, la colombiana o la argentina, por ejemplo. Que quienes hablan de un sistema semipresidencial o semiparlamentario no recuerdan que ello va más allá de la designación, por ejemplo, de un jefe de gabinete propuesto por el ejecutivo y aprobado por dos terceras partes del senado, sino que establece normas y atribuciones muy específicas para cada uno de esos funcionarios. Por ejemplo, en Francia el presidente puede disolver unilateralmente la Asamblea (el congreso) y convocar a nuevas elecciones y tiene muchas atribuciones que ni remotamente tienen nuestros mandatarios. El sistema parlamentario puro es el de muchas de las democracias exitosas en Europa, pero lo cierto es que en América latina en general han funcionado más y mejor los sistemas que cuentan con un sistema que cuenta con un sistema presidencial fuerte y con un legislativo fuerte (el caso chileno es uno de los más exitosos en ese sentido).
Entonces lo que habría que analizar por encima de las generalidades o las expresiones últimas de un sistema, es como hacer una democracia que sea, diría el libro de Luis Rubio, al mismo tiempo eficaz, en un marco de legalidad y desarrollo. Eso no se está contemplando. En términos de eficacia existe un mecanismo que es mucho más importante respecto al funcionamiento de un sistema político que estos discursos vacíos y que los legisladores no parecen ni remotamente dispuestos a aceptar: la disposición que obligaría al congreso a resolver, en uno u otro sentido, pero a resolver, las iniciativas enviadas por el ejecutivo en un plazo de tiempo determinado, normalmente 90 días. De lo contrario esas iniciativas se convierten en ley en forma automática. Por su parte, el Congreso, en lugar de estar supervisando órganos electorales o autorizando viajes presidenciales, podría tener muchas más atribuciones con comisiones más ejecutivas y mayor capacidad de control sobre el gasto público, no sólo en el ámbito federal sino también sobre los recursos federales enviados a los estados. La idea de fortalecer simultáneamente al ejecutivo y el legislativo sólo puede llevarse a cabo estableciendo con mucha claridad los delimitaciones, las competencias y atribuciones de cada uno de ellos. Y construyendo un sistema judicial también poderoso que pueda intervenir como factor de equilibrio entre ambos poderes.
Me temo que no se está pensando en ello. Creo que la idea predominante en la reforma es debilitar al Ejecutivo (e incluso al judicial) para fortalecer al legislativo, con una perspectiva coyuntural, no de largo plazo. Y todo se está trabajando con base en la superestructura del poder y se olvidan la eficacia y el desarrollo. Es grave, porque si nos atenemos a lo que están aprobando los legisladores en el ámbito electoral el panorama para la reforma del Estado es, por lo menos desalentador. Si en lo electoral se ha privilegiado el control de los partidos sin tomar en cuenta desde los derechos ciudadanos y de libre expresión ni la propia eficacia del sistema propuesto, cuando ello se traslade a la reforma del Estado y a la forma de gobierno, vamos a tener nuevos mecanismos, quizás nuevas instituciones, como un jefe de gabinete o primer ministro y no vamos a saber qué hacer con lo demás: el gobierno no tendrá mayor legitimidad, ni mayor consenso, porque no será eficaz y por lo tanto no generará desarrollo. Y eso es lo que termina llamando poderosamente la atención en todo este proceso: ¿no tendríamos que invertir los factores?¿no habría que poner el acento en la búsqueda de las reformas que permitan generar mayor desarrollo, mayor riqueza, en disminuir la desigualdad generando mayores oportunidades y a partir de allí avanzar en los político, lo institucional o la forma de gobierno?. Un sistema parlamentario, semipresidencial o presidencialista, por sí mismo, no solucionará nada. Un ejemplo, ¿de qué sirve tener o no un jefe de gabinete aprobado por el senado si tenemos la legislación en el ámbito energético más retrógrada del mundo, un honor que compartimos, hoy, sólo con Corea del Norte?