Una constitución con sobrepeso
Columna JFM

Una constitución con sobrepeso

Cada aniversario de la promulgación de la Constitución del 17 sirve para panegíricos, discursos, promesas de reformas, para que algunos nos recuerden que fue la constitución “más avanzada” de los inicios del siglo veinte. La constitución del 17, sin duda, tuvo muchos méritos, pero tiene un defecto que sigue permeando el conjunto de la vida política nacional desde entonces: la ambición de que incluya en sus artículos todos y cada uno de los capítulos que pueden ser de interés para la sociedad o los grupos de poder.

Cada aniversario de la promulgación de la Constitución del 17 sirve para panegíricos, discursos, promesas de reformas, para que algunos nos recuerden que fue la constitución “más avanzada” de los inicios del siglo veinte (¿según qué criterio?¿era más avanzada que la constitución de la república de Weimar, que, sin embargo, terminó con la llegada al poder de Adolf Hitler?). La constitución del 17, sin duda, tuvo muchos méritos, pero tiene un defecto que sigue permeando el conjunto de la vida política nacional desde entonces: la ambición de que incluya en sus artículos todos y cada uno de los capítulos que pueden ser de interés para la sociedad o los grupos de poder: desde la conformación de los órganos electorales hasta la enumeración de los derechos individuales; desde derechos sociales que garantizan vivienda, ingreso, empleo, salud hasta la forma en que se pagan las horas extras de los asalariados. Ello lleva a tener una suerte de cinturón de castidad en torno a una vida política, económica, social, cultural, que sobre todo desde la segunda mitad del siglo veinte ha sido mucho más dinámica que el cuerpo legal que la debe regular.

Dicen algunos analistas que la diferencia que hace más o menos viable a un país y a su sistema de leyes y normas, se da entre los países que tienen leyes flexibles que se aplican de manera estricta, y aquellos que tienen leyes y normas estrictas que se aplican de forma flexible. La mayoría de las naciones industrializadas se rigen por el primer principio (la constitución estadounidense o la reciente constitución europea son ejemplos de ello) y las naciones latinoamericanas, en forma destacada nuestro país, son ejemplo de lo segundo: las leyes y la constitución son tan estrictas, abarcan tantos temas, que son imposibles de aplicar plenamente, no se cumplen o se cumplen de forma selectiva.

Por eso también, se debe modificar la constitución constantemente, para todo y de acuerdo a las circunstancias más coyunturales. Las reformas constitucionales se convierten en un instrumento político de corto plazo que hace, paradójicamente, cada día más difícil el cumplimiento estricto de la misma. Un buen ejemplo de ello es la reciente reforma electoral: no tiene demasiado sentido convertir normas electorales en letra de la constitución, sobre todo cuando esas normas se contradicen con otros capítulos o derechos que establece la propia carta magna. ¿Cuál es la lógica de colocar en la constitución cuáles son los mecanismos para anunciarse en periodo electoral?¿cómo compatibilizar esas nuevas normas con los derechos que también respalda la propia constitución respecto a la libertad de expresión, al derecho a elegir y ser elegido, a poder ser parte de la vida política aunque no se pertenezca a un partido?. No tiene sentido, lo que sucede es que allí está la trampa: en que no tenga sentido. Cuantas más normas, más particulares y estrictas existan, cuanto, paradójicamente, más se contradigan unas con otras, mayor discrecionalidad existe en la aplicación de las mismas.

El punto está en el proceso: para reformar la constitución se requiere de dos terceras partes de los votos en las cámaras de diputados y senadores y de la mayoría de las legislaturas locales. Cuando se llega a un acuerdo político y se refrenda de ese modo, las posibilidades de modificarlo en el futuro son escasas (y por eso quedan innumerables artículos que ya no tienen sentido, como el establecer que el congreso tiene atribuciones para determinar los impuestos al “aguamiel”), porque además, se determina que las reformas constitucionales son inatacables, algo que la Suprema Corte de Justicia de la Nación podría modificar en el futuro próximo, atendiendo, precisamente, los amparos, disímiles en las formas y algunos en el fondo, que se han presentado contra la reforma electoral: la controversia es sencilla: ¿pueden los constituyentes permanentes hacer modificaciones que vayan contra la propia letra de la constitución?

Algo está mal con nuestra constitución. Hace ya varios años, se dijo que se debería hacer una revisión completa de la misma para ajustarla a la realidad y para dejar como leyes secundarias todo lo que no tiene sentido de estar en el cuerpo constitucional. No se hizo ni se hará en el corto o mediano plazo. La tendencia parece ser la contraria: agregar cada vez más cosas, más capítulos, hacerla más compleja, más estricta, más contradictoria, menos dinámica y adaptable a la realidad del país y del mundo. Y eso se puede hacer porque, como lo relata en forma espléndida Macario Schettino en Cien años de confusión (Taurus, 2007) porque “es una constitución que no sólo establece garantías individuales y forma de gobierno, sino que eleva las reformas sociales (aún por hacer) al máximo nivel jurídico posible…la falta de claridad en los equilibrios entre los poderes federales y entre éstos y los poderes locales, se suma entonces a un exceso de detalle en cuestiones sociales, para dar como resultado una constitución que no funciona”. Todo ello, concluye Schettino, no fue importante mientras controlaba el país un régimen autoritario, sólo cuando éste dejó de funcionar las limitaciones de la constitución, sus contradicciones, se hicieron evidentes. Y en eso estamos: hoy celebraremos una vez más la promulgación de una constitución que no está siendo funcional, que ha sido rebasada por la realidad, que incluye demasiados capítulos inútiles y tiene enormes ausencias (como un mecanismo claro de reemplazo del titular del ejecutivo por fallecimiento o incapacidad permanente) y que nunca han sido atendidas porque no son políticamente rentables.

Se necesita adelgazar, aligerar, modernizar nuestra constitución. No para eliminar derechos sociales o prerrogativas ciudadanas, sino para transformarla en un instrumento útil para la sociedad. Y a pesar de los discursos que se dirán este martes, hoy no lo está siendo.

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