Diez años sin Paz, con máscaras y murallas
Columna JFM

Diez años sin Paz, con máscaras y murallas

Nadie ha comprendido y explicado mejor a México y los mexicanos que Octavio Paz.
A diez años de que no está entre nosotros, necesitamos regresar a Paz. Lo necesita sobre todo, nuestra clase política, enmarañada hoy con términos y expresiones del pasado, regresando una y otra vez a buscar respuestas donde no las hay, mirando más hacia atrás que hacia adelante, encandilados con la posibilidad de que el Estado, el gobierno, el “ogro filantrópico” lo siga siendo o lo vuelva a ser, admirando, diría Paz “más la entereza ante la adversidad” que “el brillo de la victoria”.

“Es un desierto circular el mundo,
El cielo está cerrado y el infierno vacío”

Octavio Paz

Nadie ha comprendido y explicado mejor a México y los mexicanos que Octavio Paz. Ninguno ha hurgado con tanta profundidad  en nuestra realidad, nuestra esencia, nuestro futuro. Y ninguno de nuestros grandes pensadores contemporáneos fue tan agredido y vilipendiado por personajes que jamás, en la enorme mayoría de los casos, se tomaron siquiera la molestia de leerlo o escucharlo, de pensarlo o disfrutarlo. Paz, en sí mismo representa el drama que nos describió en El laberinto de la Soledad: “Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. …Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables…En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo”.

Seguimos lejos, del mundo y de los demás, también de nosotros mismos. Esa muralla infranqueable, se representa en la cotidianidad y en la política. Nuestros debates (¿qué mejor demostración que el secuestro del congreso; la negativa a dialogar; el inventario de las grandes conjuras –el compló- para subyugarnos; un “líder” que en siglo XXI  que se vanagloria de no viajar fuera de México, de no conocer el mundo?) parte de murallas y máscaras, para las que la realidad, termina siendo no sólo un espejismo sino también una amenaza.

“A veces, nos dice Paz, las formas nos ahogan…En cierto sentido la historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con que nuestra espontaneidad se venga”. Y vaya si nos ahogan: ¿cómo se podría comprender si no fuera así que se escamoteara el verdadero debate sobre el futuro del petróleo, y con él del país, por el de los tiempos, a los 50 o 120 días para definirlo?¿cómo comprender que se presente como una verdad inalterable, como la esencia de nuestro propio ser, la mítica propiedad del petróleo?

Se debe regresar, por ello, a esa distancia, a ese mundo que nos separa y nos aleja de la propia realidad: “El hermetismo, nos dice Paz, es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea… La dureza y la hostilidad del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa. Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente… Toda abertura de nuestro ser entraña una disminución de nuestra hombría”.

A diez años de que no esté entre nosotros, necesitamos regresar a Paz. Lo necesita sobre todo, nuestra clase política, enmarañada hoy con términos y expresiones del pasado, regresando una y otra vez a buscar respuestas donde no las hay, mirando más hacia atrás que hacia adelante, encandilados con la posibilidad de que el Estado, el gobierno, el “ogro filantrópico” lo siga siendo o lo vuelva a ser, admirando, diría Paz “más la entereza ante la adversidad” que “el brillo de la victoria”.

Algunos de quienes se consideran progresistas o de izquierda lo necesitan aún más. Se especula con la idea, falsa, de que Octavio Paz es un representante de la derecha, del conservadurismo. Paz era mucho más progresista y en el mejor sentido de la palabra de izquierda, compenetrado de un verdadero liberalismo, que estos hombres y mujeres que hablan de grandes revoluciones y que terminan admirando incalificables autoritarismos, internos y externos. Paz lo entendió viviéndolo. En los años de la guerra civil española, con la intelectualidad de aquellos tiempos, vivió y conoció las glorias y la mezquindad de una revolución que devoraba a sus propios hijos, que defendiendo supuestamente la libertad y la igualdad, las sojuzgaba. Pocos lo comprendieron y asumieron públicamente.

De esa mentira surgen los simuladores. “El simulador, dice Paz, pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que fingimos, hasta que llega el momento en que realidad y apariencia, mentira y verdad, se confunden. De tejido de invenciones para deslumbrar al prójimo, la simulación se trueca en una forma superior, por artística, de la realidad. Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente, nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y lo que deseamos ser. Simulando, nos acercamos a nuestro modelo y a veces el gesticulador se funde con sus gestos, los hace auténticos…el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna perfectamente, aunque después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa ficción se convierte en una parte inseparable –y espuria- de su ser: está condenado a representar toda su vida…la mentira se instala en su ser y se convierte en el fondo último de su personalidad”. Y la simulación, la mentira, es la máscara, la muralla que nos aísla y nos detiene. Aún hoy, tantos años después.

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