Dos de octubre: el mito y la historia
Columna JFM

Dos de octubre: el mito y la historia

Los 40 años de la masacre de Tlatelolco, aquel 2 de octubre de 1968 que fue el acontecimiento que marcó a toda una generación, pasó sin pena ni gloria: recordatorios, movilizaciones, algunos exabruptos y muchos recuerdos, algunos aferrados a la realidad, otros imaginando lo que debió haber sido y no fue. Muchos más, enmarcados en la mitología o en el crudo escenario de esos días, colocando aquella historia en su propio andarivel, porque el 68, para víctimas y victimarios, para los que lo recuerdan pero no lo vivieron y mucho menos participaron en él, sigue siendo a estas alturas más una construcción del imaginario colectivo, una construcción cultural y social, que un hecho histórico en sí.

Para Valeria, que vive otras épocas, con sus propios mitos y fascinaciones

Los 40 años de la masacre de Tlatelolco, aquel 2 de octubre de 1968 que fue el acontecimiento que marcó a toda una generación, pasó sin pena ni gloria: recordatorios, movilizaciones, algunos exabruptos y muchos recuerdos, algunos aferrados a la realidad, otros imaginando lo que debió haber sido y no fue. Muchos más, enmarcados en la mitología o en el crudo escenario de esos días, colocando aquella historia en su propio andarivel, porque el 68, para víctimas y victimarios, para los que lo recuerdan pero no lo vivieron y mucho menos participaron en él, sigue siendo a estas alturas más una construcción del imaginario colectivo, una construcción cultural y social, que un hecho histórico en sí.

Del dos de octubre, a cuarenta años, nos queda, en el mejor sentido de la palabra el mito. Un mito es un relato de hechos maravillosos protagonizados por personajes sobrenaturales o extraordinarios, dice mi enciclopedia y para muchos eso sigue siendo el 68. En realidad todo fue bastante más prosaico: no tiene nada de maravilloso asesinar jóvenes en medio de un fuego cruzado entre fuerzas policiales y militares (y algún que otro estudiante mal armado) que no se reconocen entre sí porque así se lo quiso desde el poder; detener y abusar de decenas, centenares de jóvenes inocentes y acabar con un movimiento que ya había pasado sus mejores momentos, para poder inaugurar en paz las olimpiadas que iniciarían días después. Tampoco los personajes que participaron en ello eran sobrenaturales o extraordinarios. Los hubo heroicos pero también traidores, hubo criminales y hombres y mujeres íntegros, y otros que no eran ni una cosa ni la otra: quienes iban honestamente a tratar de romper con un sistema político o asumir su modernidad en ciernes y quienes pensaban que acababan con un conjura internacional contra el país. Y hubo, por sobre todas las cosas, la rigurosa frialdad del ejercicio del poder sin importar los costos. Los mitos se construyen de vida y muerte, sangre y carne, de pasiones sublimes y muy bajas. Y de eso sí hubo mucho en Tlatelolco.

El 68 nos dejó, quizás también sin asumirlo plenamente, más una estética que una cultura, derivada en buena medida del propio mito. En términos estrictos no hay una cultura del 68, ni una literatura del mismo (aunque se escribieran muchos libros del movimiento); su música, como en el caso del rock, terminó casi en la clandestinidad, con un cierto desprecio de las dirigencias políticas de izquierda de entonces, y todo se consumió en la llamada música de protesta, de buena o mala calidad que tenía exponentes nacionales pero también raíces provenientes de la nueva trova cubana o de las distintas naciones sudamericanas, donde se estaban desarrollando otros mitos que queríamos adquirir como propios. Dice Levi Strauss que los mitos deben tener tres elementos fundamentales para serlo: generar una pregunta existencial, sobre la vida y la muerte por ejemplo; estar constituido por contrarios irreconciliables: bien y mal, estudiantes y gobierno, en este caso; y por un tercer elemento que de alguna manera trataron de implementar Echeverría y López Portillo en la década siguiente: la reconciliación de esos polos con el fin de conjurar nuestra angustia. Todo eso fue parte del mito del 68, pero lo que no hubo fue la construcción de una verdadera historia del 68. Hoy conocemos lo que ocurrió por partes de esa historia que fueron reconstruidos por Luis González de Alba, por Julio Scherer, por Carlos Monsiváis y muchos otros pero seguimos teniendo un mito del 68 que no ha generado una historia, ni siquiera oficial, de lo sucedido.

Tenemos, es verdad, un momento histórico preciso que tiene la virtud de engarzar a un México entonces encerrado en sí mismo, con el momento mundial: el 68 de Tlatelolco, es parte de la misma historia con los asesinatos de Martín Luther King y Robert Kennedy y el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos; con la muerte en Bolivia del Ché Guevara; con las movilizaciones de París y Praga; con el encandilamiento de la guerra de Vietnam y la revolución cubana; con los capítulos más álgidos de la guerra fría y el libro rojo de Mao; con la revolución cultural y social que venía de la música de los Beatles, los Rolling Stone y Bob Dylan y que, con todo, nos quedaba en muchas ocasiones demasiado lejos. Pero había, más allá del poder y de la política, una generación (o parte de ella, porque el movimiento no se vivió igual en toda la república, en muchos sentidos fue netamente capitalino) que quería romper la cortina de nopal y hacer suya esa historia que se estaba viviendo más allá, en un mundo que parecía entonces lejano y extraño. El 68 fue también la nostalgia de lo que aún no se había vivido y ya se estaba viviendo en el mundo.

Y alrededor se vivía desde la experimentación con las drogas y el amor libre hasta la guerra de guerrillas, desde la propuesta de llevar la imaginación al poder hasta la violencia más pragmática rodeada de una aureola de misticismo. Todo eso se trató de atraerlo a nuestra realidad y tropicalizarlo de una u otra manera, aunque el país, en sí, fuera distinto y viviera bajo parámetros diferentes a los de muchos de los que vivían, sufrían o disfrutaban esos fenómenos sociales, culturales, políticos que no dejaban de ser fascinantes.

Pero han pasado 40 años. Y el 68 nos dejó también a los vividores de aquel movimiento, a los que cuatro décadas después lo siguen explotando como si fuera propio, y nos dejó a una serie de personajes políticos que nunca se han podido quitar el estigma de la violencia ejecutada con frialdad para lograr objetivos personales disfrazados de razones de estado. Pero como no se hizo nunca justicia, algo imprescindible para convertir el mito en historia, seguiremos reinventando el 68 y, como ayer, dejándolo cada vez más atrás.

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