El olor de la casa de El Pozolero
Columna JFM

El olor de la casa de El Pozolero

La semana pasada estuve en Tijuana y visité uno de los espacios del horror contemporáneo de México. Estuve la casa en la que El Pozolero, Santiago Meza López, literalmente deshizo los cuerpos de por lo menos 300 personas. Lo indeleble es el olor. Sé a qué huele la muerte: desde el olor que impregna un anfiteatro de anatomía hasta el de una morgue, desde el que penetra el espacio donde se encontró una narcofosa con cuerpos abandonados, hasta el de un manifestante asesinado a pocos metros. Son olores difíciles de describir pero inconfundibles. No se parecen a ninguna otra cosa.

La semana pasada estuve en Tijuana y visité uno de los espacios del horror contemporáneo de México. Estuve la casa en la que El Pozolero, Santiago Meza López, literalmente deshizo los cuerpos de por lo menos 300 personas. Lo indeleble es el olor. Sé a qué huele la muerte: desde el olor que impregna un anfiteatro de anatomía hasta el de una morgue, desde el que penetra el espacio donde se encontró una narcofosa con cuerpos abandonados, hasta el de un manifestante asesinado a pocos metros. Son olores difíciles de describir pero inconfundibles. No se parecen a ninguna otra cosa.

El de la casa de El Pozolero impregnaba todo el lugar, mucho más allá de la propia casa y el calor de ese mediodía en las afueras de Tijuana, en el ejido  Ojo de Agua, no ayudaba a amortiguarlo. Era el olor de la muerte pero mucho más profundo, se impregnaba a las fosas nasales y la ropa de otra manera, menos violento pero más penetrante, constante. El predio, como lo mostramos en el programa Séptimo Día y en Todo Personal con Bibiana Belsasso en canal Proyecto 40, es de una austeridad espartana: un terreno bardeado de unos 100 metros cuadrados, en donde sólo se ha construido un pequeño cuarto y, junto a él, una cisterna de unos dos metros de lado y unos tres de profundidad. En ese cuarto Santiago Meza recibía los cuerpos de sus víctimas, según su testimonio en la mayoría de los casos ya muertos, los introducía en un tambo cilíndrico de unos dos metros de largo por unos  60 centímetros de ancho, mismo que rellenaba de sosa caústica mezclada con agua y esperaba 24 horas. Pasado ese tiempo, el cuerpo se había convertido en una pasta gelatinosa que vaciaba en la cisterna que estaba ya a medio llenar cuando el Pozolero fue detenido y mostró el lugar donde se deshacía de sus víctimas. Se dice que fueron 300 los muertos porque él así lo confeso, podrían haber sido menos o el doble. Pero lo imposible de ignorar era el olor. ¿Cuántos de los que pasaban por allí podían no preguntarse de dónde venía, que lo provocaba, qué ocurría detrás de esa portón de metal del que colgaba un anuncio en el que, con un toque de humor macabro, El Pozolero anunciaba que en el lugar se vendían gelatinas?

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El problema en Tijuana, como unos días antes lo habíamos visto en Ciudad Juárez, y como lo conocemos en muchos otros puntos del país, está en las policías. Hay ciudades, ocurre en Tijuana, donde las autoridades locales están haciendo un esfuerzo, tras una presencia y un despliegue impresionante de las autoridades federales, para recuperar sus territorios y policías, pero falta aún mucho por hacer. En Tijuana, apenas la semana pasada me tocó observar un operativo en el cual, luego de una denuncia ciudadana anónima se partió en busca de un grupo de narcomenudistas que se abastecían de una casa en la colonia Le Mesa, una de las más permeadas por el narcotráfico en la ciudad. Cuando llegaron los elementos federales, casi 40, en el lugar ya estaba una camioneta de la policía municipal que casualmente había llegado unos minutos antes. Estaba la policía local, que no había sido avisada del operativo, pero los narcomenudistas ya no estaban, tampoco la droga y en la casa una mujer lavaba ropa con Amanda Miguel a todo volumen. Nadie se asombró por lo ocurrido pero tampoco por la llegada de decenas de policías armados hasta los dientes; nadie, incluso dentro de la casa cateada, parecía preocupado por lo sucedido que en cualquier otra circunstancia hubiera, por lo menos, conmocionado la colonia. Estaban a acostumbrados: los locales, me decían, siempre avisan. Allí, en esa cuadra el olor era también arrasador: a unos metros habría un rastro, allí en plena colonia, en medio de la ciudad, cuyo olor hacía recordar, aunque fuera menos inquietante, al del cementerio gelatinoso de El Pozolero. La gente tampoco parecía percibirlo.

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Los operativos policiales y militares en Ciudad Juárez y Tijuana han reducido la incidencia delictiva en forma notable. No han desaparecido el crimen ni los criminales, pero hoy, en las dos ciudades, los índices de violencia son entre un 75 y un 80 por ciento más bajos que en el trimestre anterior. La presencia masiva de militares y policías federales, la virtual desaparición de las policías municipales y su intento de reemplazarlas por otras, que estén al servicio de la gente y no de los delincuentes, es, sin embargo, el gran desafío pendiente. Apenas esta semana pasada, se decidió que en seis meses se evaluará el operativo en Juárez y que se pondrá en las calles una nueva policía municipal. En Tijuana en estos días se ha comenzado a tratar de reconstruir esa institución que durante el periodo de Jorge Hank Rhon al frente del municipio alcanzó unos niveles de penetración inconcebibles en una ciudad donde todo puede ser creíble.

La pregunta es si alcanza esa respuesta. Creo que no. Falta mucho más: probablemente en estos días se apruebe la ley de la policía federal y los congresistas no aceptarán la creación de una policía única sin otro argumento de que no quieren darle tanto poder a una institución de seguridad. Pero deberían existir alternativas, opciones intermedias. Aquí hemos insistido, y el gobernador de Sinaloa, Jesús Aguilar, lo propuso públicamente en una conferencia en la Sedena esta semana, en que si no es posible una policía única se deben concentrar los esfuerzos en 32 policías estatales que se coordinen eficientemente con la federal y tengan control pleno sobre las policías municipales. Una treintena de cuerpos policiales que pueden coordinarse y tener la fuerza suficiente como para enfrentar a la delincuencia y comenzar a cambiar una cultura de la ilegalidad que permite, por igual, ignorar el olor de la casa de El Pozolero o decir a un arzobispo que sabe dónde vive El Chapo Guzmán y no denunciarlo.

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