Había quedado en comer con él ese mismo día, el 4 de noviembre del año pasado. La noche anterior me llamó para decirme que no podría, que tendría un “acuerdo de avión” con el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, que iban a San Luis Potosí. Quedamos en vernos en la noche, en la fiesta que organizaba la embajada de Estados Unidos con motivo de las elecciones presidenciales en ese país. Yo estaría allí transmitiendo mi programa de radio.
Había quedado en comer con él ese mismo día, el 4 de noviembre del año pasado. La noche anterior me llamó para decirme que no podría, que tendría un “acuerdo de avión” con el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, que iban a San Luis Potosí. Quedamos en vernos en la noche, en la fiesta que organizaba la embajada de Estados Unidos con motivo de las elecciones presidenciales en ese país. Yo estaría allí transmitiendo mi programa de radio. La noticia ese día era, sin duda, el triunfo anunciado de Barack Obama. Pero poco después de las seis y media llegó la noticia de que había caído un avión en Reforma y Periférico, uno de nuestros reporteros viales dio el número de matrícula y unos minutos más tarde un buen amigo, Sergio Venegas, me llamó para decirme que esa matrícula correspondía al avión en el que poco antes habían despegado de San Luis, Juan Camilo y mi viejo amigo José Luis Santiago Vasconcelos, entre otros funcionarios de la secretaría de Gobernación. Lo demás es historia conocida y una noche en la que la fiesta acabó para dar paso a informar haciendo a un lado la tristeza.
Hoy, buena parte de los recuerdos y homenajes oficiales serán para Juan Camilo. Es lógico: para todos los efectos prácticos era el segundo hombre más importante del gobierno; el amigo del presidente Calderón; el que era un paradigma de esa lealtad y confianza que el presidente, cualquier presidente, quiere tener cerca suyo. Era además, la carta del panismo para el futuro. Santiago Vasconcelos no era panista, no era del equipo más cercano del presidente, era sí leal y competente, un hombre de Estado que le había brindado 15 años de su larga vida profesional a la lucha contra el crimen organizado y que había estado dispuesto a trabajar con Carlos Salinas, con Ernesto Zedillo, con Vicente Fox y con el presidente Calderón porque su compromiso no era partidario. Era el hombre que para todos los efectos prácticos había creado la SIEDO, el que contaba con el apoyo casi incondicional del ejército mexicano y de las corporaciones antidrogas de los Estados Unidos. El funcionario que más atentados frustrados había sufrido. El que más y más importantes narcotraficantes había detenido. El que operó la histórica extradición de decenas de miembros de esos cárteles a los Estados Unidos al inicio de esta administración. Y también el que había sentido muy de cerca los estragos de la traición y por ende de la desconfianza, aunque fuera injustificada.
José Luis no quería ser recordado como el zar antidrogas. Su objetivo era llegar a la Suprema Corte pero no como una mera meta personal. Creía, y tenía toda la razón, que la lucha contra la delincuencia organizada tenía que darse en las calles, que debían involucrarse en ello las fuerzas de seguridad, pero estaba convencido desde muchos años atrás que para ganarla eran imprescindibles dos cosas: una sólida labor de inteligencia y un entramado jurídico que no dejara tantos espacios de impunidad para combatir el crimen. Creía que en nuestro máximo órgano de justicia, y tenía una vez más la razón, no se terminaba de comprender la profundidad y gravedad de la presencia del crimen organizado y que era allí, con su experiencia, desde donde podría modificar las cosas. Como se ha dicho, admiraba la labor de Giovanni Falcone, y paradójicamente como ocurrió con aquel fiscal italiano asesinado por la mafia, también tuvo que vivir la marginación de la élite judicial que, a diferencia suya, nunca había hundido sus manos en la realidad para tratar de hacer justicia.
Santiago Vasconcelos tuvo un apoyo permanente en el ejército mexicano (su velatorio fue en el campo militar número uno) pero había sido dejado solo en muchas oportunidades y así ocurrió en los últimos meses de su vida. Fue designado responsable de sacar adelante la reforma judicial, pero tardaron meses en darle unas oficinas y personal para trabajar. Su seguridad, siendo uno de los hombres más amenazados de México, fue reducida drásticamente. Se le había pedido que abandonara, para que la ocupara otro funcionario que no corría riesgo alguno, la casa de seguridad que utilizaba desde que los Beltrán Leyva habían querido asesinarlo. Fue investigado luego de la caída de Noé Ramírez Mandujano y otros altos funcionarios de la SIEDO y nadie encontró nada, porque no había nada que hallar. Pese a todo estaba entusiasmado con lo que venía: con los cambios en su vida, con la reforma del sistema judicial, incluso con el trabajo que podría hacer con su nuevo jefe, Juan Camilo Mouriño. El avionazo del 4 de noviembre acabó con todo eso y se llevó a un funcionario notable y a un buen amigo. ¿Algún día el Estado mexicano se dará tiempo para reconocer la labor de uno de sus mejores hombres?