Guido Belsasso
Columna JFM

Guido Belsasso

Acabo de despertar y el sueño todavía estaba ahí, fresco, demasiado presente: mi suegro, mi amigo Guido Belsasso, vestido de impecable traje azul, con su característico mechón de cabello cano cayéndole sobre la frente, nos veía a sus hijos Bibiana y Bruno, a su esposa Pilar y sus hijos, a Lauretta y Víctor, a Bea, al puñado de familiares que lo llorábamos y lamentábamos su prematura e inesperada muerte en un rincón de la sala de espera del hospital ABC. Nos veía, ponía esa cara de “qué voy a hacer con ustedes” y comenzaba a caminar de prisa hacia el elevador. Trataba de alcanzarlo y decirle que se quedara con nosotros, sin apenas mirarme decía que no quería estar ahí, que destetaba los hospitales, que se quería ir lo más rápido posible. Nos volvió a mirar, sonrió y subió al elevador. Se fue.

Acabo de despertar y el sueño todavía estaba ahí, fresco, demasiado presente: mi suegro, mi amigo Guido Belsasso, vestido de impecable traje azul, con su característico mechón de cabello cano cayéndole sobre la frente, nos veía a sus hijos Bibiana y Bruno, a su esposa Pilar y sus hijos, a Lauretta y Víctor, a Bea, al puñado de familiares que lo llorábamos y lamentábamos su prematura e inesperada muerte en un rincón de la sala de espera del hospital ABC. Nos veía, ponía esa cara de “qué voy a hacer con ustedes” y comenzaba a caminar de prisa hacia el elevador. Trataba de alcanzarlo y decirle que se quedara con nosotros, sin apenas mirarme decía que no quería estar ahí, que destetaba los hospitales, que se quería ir lo más rápido posible. Nos volvió a mirar, sonrió y subió al elevador. Se fue.

Fue un sueño, pero así era y así se nos fue Guido Belsasso el miércoles en la noche. Había estudiado y trabajado toda su vida desde que llegó de niño, de migrante, de apenas tres años, de su Trieste natal, escapando de la guerra que se aproximaba a Europa. Estudio, trabajó, se hizo médico y uno de los mejores psiquiatras de México, pero también tocó el violín y se dio tiempo para meterse en la política y hasta para, durante unos años y por su amistad con varios políticos, de administrar Ocean Garden en San Diego. También se casó algunas veces, amo y lo amaron, tuvo dos hijos fantásticos a los que jamás desatendió, y encontró en Pilar a su mujer, su cómplice, su compañera y colega, a la mujer que lo acompañó los quince últimos años de su vida.

Conocí a Guido muchos, muchos antes de que siquiera me imaginara que terminaría siendo mi suegro. Me lo presentó Luis Gutiérrez, cuando estábamos en el viejo unomásuno. Recuerdo que ese día hablamos de algunas vicisitudes políticas en un restaurante del sur de la ciudad, pero sobre todo de un tema que le apasionaba y que yo apenas comenzaba a investigar como periodista: el de las drogas, pero no en su variante policial, represiva y de narcocomercio, sino sobre el consumo, sus daños y lo terrible que resultaban las adicciones, que sería, decía, lo que terminaría detonando la violencia en México. Me insistió en esa y en las muchas oportunidades en que nos vimos en el resto de nuestras vidas, casi cotidianamente en los últimos años, con largos espacios en otros tiempos, en que sin tratar el tema de las adicciones y de la prevención sería imposible detener un fenómeno que veía cada día más presente en nuestro país.

Trabajó para eso: fue una figura clave en la fundación y el desarrollo de los Centros de Integración Juvenil que impulsó con todas sus fuerzas; trabajó con muchos de los principales funcionarios que comenzaron a prepararse desde hace años para enfrentar el tema de las drogas desde distintos ángulos, incluso en de seguridad; fue funcionario en la secretaría de Salud trabajando sobre el tema y sorteando distintas intrigas en su contra; fue quien impulsó y casi logró ver concretado el esfuerzo por crear unas vacunas que pudieran servir para bloquear la adicción al tabaco, a la marihuana, a la cocaína y a la heroína. Creó en el ABC toda un área especializada en adicciones, formó a muchos discípulos y convocó a Congresos Mundiales para atender el tema. En el camino atendió en su consultorio privado a cientos, miles de pacientes: algunos personajes notables en la política, la empresa, la sociedad, otros simplemente hombres, mujeres, jóvenes que lo buscaban porque sabían que simplemente era el mejor.

Por supuesto que, como todos, en su vida Guido tuvo muchos aciertos y cometió errores, algunos graves. Tuvo éxitos personales y laborales notables y también equivocaciones que le costaron mucho, pero que en más de una ocasión fueron consecuencia de conjuras en las que cayó por ingenuidad. Porque nunca fue un político: era un médico, un psiquiatra, un hombre que amaba la vida y que a veces hasta tenía la audacia de disfrutarla plenamente. Pero tuvo una vida fantástica, de novela y logró trasmitirla a quienes le queríamos. Por su país y por su gente contribuyó con lo que más le importaba: trabajar hasta el último día porque su pacientes y la sociedad recuperaran su salud, porque estuvieran bien y por tratar de acabar con un México con cada día más adictos, con más vidas que se perdían inútilmente.

Decía que nunca dejaría de trabajar, que si dejaba de trabajar se moriría. Cuando lo sorprendió la enfermedad, repentina, traicionera, cobarde, se despidió como pudo de todos los suyos, incluyendo sus nietos, a los que adoraba, y se fue, como en mi sueño, caminando rápido por el pasillo para treparse al elevador, sonriendo y volviendo el rostro atrás, pero sin perder jamás el paso.

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