16-12-2014 La casa de Luis Videgaray, como ayer la de la señora Rivera, no son la enfermedad, son el síntoma de que ella existe. La operación mediante la cual el secretario de Hacienda compró la casa de Malinalco es legal y legítima. Es un hombre que, además de una relativamente larga carrera en el sector público también trabajó en el sector financiero y debe tener recursos suficientes como para comprar esa propiedad.
Lo que causa sospecha es el financiamiento que otorgó grupo Higa para la compra, más allá de que en enero de este año (las hipotecas ya no son deducibles) Videgaray haya liquidado ese crédito. Es sospechoso pero tampoco es ilegítimo ni fuera del mercado. Y sí bien es verdad que Videgaray al momento de adquirir esa casa era técnicamente un desempleado que quizás no sería acreedor a un préstamo bancario en condiciones normales, también lo es que sería, no era secreto, una pieza fundamental de la administración federal que iniciaría en unos días. No creo que nadie le hubiera negado un crédito, pero el préstamo empresarial era más práctico, más directo, más expedito.
Como reconoce el Wall Street Journal no hay un delito en estos temas. El problema es otro, o mejor dicho son varios que van más allá de la casa de fin de semana del secretario de Hacienda o la casa de la señora Rivera. El problema principal es la desconfianza de amplios sectores sociales respecto al gobierno y a las autoridades, es la estrategia desestabilizadora y violenta que emplean otros grupos, es una economía que no deja dinero en los bolsillos de la gente porque sencillamente no ha logrado despegar en dos años y una seguridad que ha tenido avances reales en muchos puntos del país pero que siguen siendo insuficientes en la percepción global de la sociedad.
Y en ese contexto, la administración federal por querer ver el bosque perdió de vista el árbol: embebida en sus proyectos estratégicos (todos o la mayoría muy loables) olvidó que la política y la economía tratan, al final, de hombres y mujeres de carne y hueso, que los gobernantes no pueden estar siempre en las alturas y que deben bajar, revisar, cotejar sus impresiones con la realidad cotidiana de la gente. Esta es una administración que ha tenido escaso contacto con los empresarios, los medios, los trabajadores, que acometió reformas importantes que afectaron intereses muy consolidados pero que no entendió que precisamente por eso requería tener por debajo una red de alianzas y protección que debía ir mucho más allá de un pacto por México o alianzas de grupo. Decía Adolfo Bioy Casares que “el mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados, entiendo que se subestima la estupidez”. Y en todo esto puede haber conspiraciones, son muchos los intereses afectados, pero también se cometieron errores o como diría Bioy, estupideces.
Ahora, mientras a todo esto se suman dificultades evidentes como la caída del precio del petróleo o la debilidad del peso frente al dólar, mientras los violentos están manipulando el caso Iguala hasta llevarlo a extremos difíciles de concebir, se han sumado voces que le exigen al presidente que pida perdón. Ayer, Carlos Puig, equiparaba el momento que está viviendo la administración Peña con el que vivió Bill Clinton, y decía que el instrumento que le permitió salir adelante a Clinton fue que reconoció sus errores y pidió perdón.
Pero no creo que el presidente tenga que pedir perdón. La gente quiere hechos, no discursos, el espíritu anglosajón no se nos da. Hace poco menos de un mes decíamos aquí que había que relanzar el gobierno, que no era el momento de reparar sino de reconstruir. Y hablando de Clinton, recordábamos la estrategia que le permitió, más allá de pedir perdón, no sólo salvar su administración sino también ser uno de los mandatarios más populares del siglo XX. La diseñó su entonces consultor Dick Morris quien insistía en que un gobernante exitoso debía mantenerse fiel a sus principios porque una idea, una propuesta, pueden no cuajar en un momento pero puede ser vista como verdad, en otro, por las mayorías. Decía que se debía aplicar lo que él mismo llamaba la triangulación, que no es más que, lisa y llanamente, apropiarse de la plataforma del contendiente, hacerla suya, dejándole sin banderas. Y dividir con ello a sus adversarios. Sostenía que se debía reformar a su propio partido “ganando una batalla sobre la corrupción de los viejos líderes”. Utilizar las nuevas tecnologías, en las que el gobierno federal ha sufrido una escandalosa paliza en las últimas semanas. Y lograr una movilización nacional ante la crisis, misma que sólo puede darse trabajando sobre la seguridad y la economía cotidianas, y poniendo diques a la corrupción. Hasta ahí la estrategia recomendada por Morris que relanzó el gobierno de Clinton. No hay que pedir perdón, hay que relanzar el gobierno.
Jorge Fernández Menéndez