07-10-2015 El lunes, cuatro de los siete militares acusados de haber ejecutado extrajudicialmente a 22 elementos de una organización criminal en Tlatlaya, en el Estado de México, fueron dejados en libertad: hubo faltas, dice el juez, al debido proceso, pero, sobre todo, no hay pruebas que justifiquen las acusaciones. Los otros tres deberán pasar el proceso en prisión porque el juez tiene dudas sobre su participación, ya que fueron los primeros que entraron a esa bodega donde los criminales, en la noche anterior, habían realizado una larga fiesta con alcohol, drogas y prostitutas, y donde fueron sorprendidos por la patrulla de ocho soldados, uno de los cuales terminó herido.
Hay quienes dicen que los números no cuadran: que no puede quedar un soldado herido y que los 22 atacantes caigan: se equivocan. Estamos hablando de soldados preparados, que están entrenados para situaciones de combate, enfrentados por un grupo de sicarios alcoholizados y drogados, que los agredieron cuando los vieron llegar, pero que fueron militarmente superados.
Tampoco hubo, durante casi tres meses, acusación alguna de irregularidades en ese operativo. Fue entonces cuando una de las mujeres que sobrevivieron esa noche y que argumentaron que estaban secuestradas (en realidad eran prostitutas que desde tiempo atrás acompañaban a ese grupo que se dedicaba tanto al secuestro, como a la extorsión y al narcotráfico) hizo una declaración imputando a los soldados de haber ejecutado a sus compañeros. No podía saberlo porque, según su propia declaración, tenía ojos vendados en ese momento y tampoco se encontraba exactamente en el espacio de los enfrentamientos.
Pero hay más, la recomendación de la anterior administración de la CNDH hizo eco de esa declaración, cuando su entonces presidente buscaba desesperadamente apoyos para ser reelegido (no alcanzó ese objetivo), obviando casi todas las pruebas periciales y asumiendo, sólo, esa declaración. El hecho, comprobado, es que esas mujeres eran parte del grupo criminal. Dos de las tres rescatadas están procesadas porque se comprobó ese vínculo. Ahora piden, por supuesto, ser dejadas en libertad. El ajusticiamiento de sus cómplices es la coartada.
En sus testimonios dicen que pudieron identificar, sólo de oídas, cuáles eran las armas que utilizaban los agresores y cuáles los soldados, así como el lugar exacto donde se producían los disparos. No es nada sencillo porque el grupo agresor tenía en su poder 25 armas largas, incluyendo 16 fusiles AK 47, seis fusiles AR 15 y 25 armas cortas, granadas y 112 cargadores para armas de distintos calibres. Obviamente, la patrulla militar también contaba con armas largas.
Según los militares que intervinieron en los hechos, luego de la agresión y de un largo tiroteo, cuando se suspendió el fuego, tres elementos ingresaron a la bodega, allí vieron movimientos y personas que los amenazaban con armas, y dispararon contra sus agresores. Allí mismo liberaron a las tres mujeres que entonces dijeron que habían sido secuestradas por los criminales. Según el testimonio presentado tiempo después por una “testigo”, que no puede ser otra que una de estas mujeres, lo que sucedió fue que los integrantes de la patrulla militar mataron a los que se rindieron dentro de la bodega.
Puede ser, pero también la versión de los tres militares que entraron al lugar es verosímil. Lo que es inverosímil es que las mujeres sólo con el oído puedan diferenciar quiénes hacían los disparos, qué armas eran, si los que disparaban eran los militares o los criminales y desde dónde. Y una pregunta que no ha podido ser respondida por ninguno de los acusadores: si una patrulla militar penetró a la bodega con el fin de matar a los sobrevivientes, ¿por qué les perdonarían la vida a estas mujeres?, ¿por qué a ellas las pusieron a disposición de la justicia y a los otros no?
Decíamos en este mismo espacio, en febrero pasado, que el tema Tlatlaya no es un punto menor en la agenda de la seguridad ni en la de la relación del Ejército con las instituciones y con la sociedad. Desde diciembre de 2012 hasta septiembre pasado, el Ejército mexicano había sufrido 940 agresiones de grupos armados que les habían costado la vida a 44 militares y dejado heridos a otros 264 elementos. Más allá de que algún elemento militar haya violado o no la ley en Tlatlaya, lo que todos merecen es un proceso penal basado en evidencias y peritajes y no en juicios mediáticos o juegos de poder.
No hay una sola prueba verosímil en contra de los acusados en el caso Tlatlaya. Cuatro ya quedaron en libertad. Los otros tres tendrán el mismo destino cuando concluya el proceso. Y quienes hicieron del caso Tlatlaya un leit motiv para explicar la “guerra sucia” harían muy bien en, por lo menos, echarle un ojo a los peritajes y expedientes. Porque, evidentemente, no lo han hecho.