04-12-2015 Syed Rizwan Farook, de 28 años, era un empleado público del Departamento de Salud de San Bernardino, California. Su pareja era, Tashfeen Malik, una joven a la que había conocido por internet y con la que había regresado de un viaje a Arabia Saudita. Acababan de ser padres.
Farook había nacido en Estados Unidos, de padres paquistaníes, y llevaba trabajando cinco años para el Departamento de Salud como inspector ambiental. Sus compañeros dicen que era callado, un musulmán devoto que no discutía de temas religiosos. Era, dicen, un colega apreciado y amigable. En la oficina, antes de que Farook y Malik fueran padres, hace apenas seis meses, les habían hecho un baby shower con muchos regalos.
El miércoles pasado, Farook y Malik llegaron al departamento de Salud de San Bernardino, a la fiesta navideña de los empleados, con armas largas, pasamontañas y chalecos antibalas. Comenzaron a disparar indiscriminadamente y mataron a 14 personas, dejando heridas, por lo menos, a otras diecisiete. Era la peor masacre en la Unión Americana desde el ataque a la escuela Sandy Hook en Newtown, Connecticut, en diciembre de 2012, cuando fueron asesinadas 26 personas, 20 de ellas niños, y la de Virginia Tech en abril de 2007, donde la cifra de muertos ascendió hasta 32.
En una persecución posterior, Farook y Malik fueron muertos por fuerzas de seguridad. No se sabía, hasta el momento de escribir estas líneas, si se había tratado de un ataque terrorista o de una acción individual.
Quizás sea un ataque terrorista, pero la pregunta es cómo un buen ciudadano estadunidense y su pareja, un hombre trabajador, apreciado por sus colegas, padre de un bebé de seis meses, puede convertirse en un asesino de masas. Y, ¿cómo puede hacerlo con tanta facilidad?
Los casos como el de Farook son la pesadilla de cualquier esquema de seguridad, en Estados Unidos y en el mundo, pero se facilitan por la enorme cantidad de armas de todo tipo, sobre todo las de asalto, que se pueden comprar en forma indiscriminada en la Unión Americana, desde que, en 2004, el entonces presidente Bush liberalizó el comercio de armas largas. Desde entonces, ha habido cientos de ataques a civiles en escuelas, en oficinas, en las calles. Y la enorme mayoría no tienen nada que ver con el terrorismo, pero todos tienen un común denominador: gente, sobre todo jóvenes, con acceso a armas de alto poder que se pueden comprar libremente y sin control alguno.
Se llega a casos ridículos. El gobernador de Texas, Greg Abbott, ha expedido un decreto mediante el cual se podrá ingresar con armas a los recintos universitarios a partir de agosto del 2016. El gobernador, republicano y fiel partidario de la Asociación Nacional del Rifle, argumenta que se debe permitir portar armas a los estudiantes para que se defiendan de posibles ataques armados en el recinto universitario. Al mismo tiempo que se ha autorizado ingresar con armas a la Universidad de Texas, se prohíbe, expresamente, ingresar a ella con juguetes sexuales. Evidentemente, para las autoridades texanas es mucho más peligroso un vibrador que un arma de asalto. Más de 800 profesores han firmado una carta en rechazo a que haya estudiantes armados en las aulas y otros 500 alumnos han iniciado un movimiento pidiendo que se prohíban las armas y se autoricen los juguetes sexuales. El gobernador se ha mostrado inflexible en los dos temas.
Podría ser cómico sino fuera la causa de una tragedia que se repite, cada vez con mayor frecuencia, sobre todo en escuelas y universidades. Según el FBI, mientras que entre 2000 y 2007 se registraron 6.4 casos de asesinatos masivos por año, de 2007 a 2013 la cifra creció hasta los 16.4 casos anuales. En los tres últimos meses han habido cuatro casos. Y también son más mortíferos: según The Washington Post, de los 12 tiroteos más graves de las últimas décadas, seis se registraron desde 2007.
Nadie sabe cuántas armas hay en Estados Unidos. Según el Departamento de Justicia, en 2013, que es el último año del que hay cifras oficiales, se vendieron 16 millones 300 mil armas de fuego en el país. Eso significa 44 mil 889 armas al día, sábados y domingos incluidos. Es un aumento de 130% en relación con las cifras de 2007.
¿Por qué no se sabe cuántas armas hay? Porque el Congreso no ha autorizado la creación de una base de datos al respecto. En septiembre de 1996, el congresista republicano por Arkansas, Jay Dickey, introdujo una enmienda a una ley presupuestaria que prohibía que el Centro para el Control de las Enfermedades (CDC, según sus siglas en inglés), que estaba llevando a cabo un estudio de las armas de fuego como riesgo para la salud en EU, prosiguiera una línea de investigación para determinar cuántas armas había y cuántas muertes fueron causadas por ellas. La enmienda se mantiene vigente hasta el día de hoy. No vaya a ser que se descubra que un fusil de asalto es más peligroso que un vibrador.