08-12-2015 Es el fin de un ciclo histórico y político. Después de casi dos décadas de hegemonía en muy buena parte de América Latina, los gobiernos populistas nacidos a partir de las crisis de principios de siglo, de la desatención de Estados Unidos y otras potencias en la región a partir de los ataques terroristas del 11-S, de los altísimos precios de las materias primas y de los recursos que invirtió en esos proyectos el mandatario venezolano Hugo Chávez, ayer la oposición en Venezuela obtuvo más del doble de los diputados para la Asamblea Nacional y rompió con dos décadas de hegemonía absoluta del chavismo.
Nada pudo salvar al gobierno de Nicolás Maduro, que gobierna el país con la mayor inflación del mundo, con un fuerte desabasto de todo tipo de productos y con una galopante corrupción oficial. Ni un sistema electoral diseñado a modo ni la completa parcialidad de los medios de comunicación hegemonizados por el estado ni la inhabilitación y prisión de muchos de los dirigentes opositores, han impedido un histórico triunfo opositor.
La revolución bolivariana, como denominó Chávez a su proyecto político, no era más que una apuesta política muy ambiciosa basada en el carisma del antiguo oficial golpista, y basada en los enormes recursos petroleros de Venezuela. Con la caída a menos de la mitad del precio del crudo, muerto Chávez y reemplazado por un personaje tan oscuro como Nicolás Maduro, el régimen simplemente se ha desplomado, pese a todas las medidas autoritarias y represivas que tomó en los últimos años. Y no es una derrota por unos pocos puntos o en el límite, como las que pudo manipular en el pasado, es una derrota en toda la línea, en todos los rincones del país, que no le dejará más opciones que terminar aceptando la transferencia del poder o ejecutar, como ha amenazado antes de los comicios el propio Maduro, una suerte de autogolpe, establecer un gobierno cívico-militar y gobernar por decreto.
Pero, incluso, estas últimas opciones parecen habérsele cerrado. Dentro de apenas dos días, también en medio de fuertes controversias, la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de
Kirchner, la más firme simpatizante del régimen de Maduro entre los gobiernos sudamericanos, también tendrá que entregar el gobierno. Lo hace con fuertes resistencias (simplemente, no quiere que el cambio de Poderes se registre en la casa de Gobierno, entre otras barbaridades) y con amenazas contra el presidente electo Mauricio Macri, que ya ha puesto distancia con el régimen venezolano.
En Brasil, otra mandataria muy cercana a Maduro, Dilma Rousseff, vive su peor momento: en medio de acusaciones de corrupción de todo tipo, con sus índices de aceptación por debajo de diez por ciento, con una caída del PIB de casi cuatro por ciento y una devaluación galopante de su moneda, afrontando un proceso de impeachment en el Congreso, Dilma Rousseff, no está dejando ni rastros del régimen de prosperidad que muchos vieron en Brasil en el pasado cercano. Y Dilma ya no tiene ni tiempo ni ganas, de salir en defensa de Maduro, necesita defenderse ella de las acusaciones que la acosan.
Paradójicamente, en México aún hay quienes apuestan por las opciones que representan tanto Maduro, como Cristina o Dilma. Apenas la semana pasada, en la Cámara de Senadores, legisladores del Partido de la Revolución Democrática y el Movimiento Regeneración Nacional salieron lastimosamente en defensa del régimen de Maduro cuando la senadora panista Luisa María Calderón subió a la tribuna a pedir que el Senado exigiera que hubiera elecciones limpias en Venezuela y se liberara a los presos políticos. La defensa del chavismo fue tan vergonzosa como la que hace, cada vez que debe, el Partido del Trabajo del régimen de Corea del Norte. La razón es sencilla: de allí han llegado, en uno y otro caso, recursos, viajes y respaldos políticos. El problema es que ahora lo que viene para todos esos defensores de gobiernos dictatoriales es la orfandad. Y la demostración de que ese tipo de regímenes que, con el argumento de que para reducir las desigualdades económicas deben conculcar dramáticamente las libertades públicas, lo único que han logrado es polarizar a la sociedad, reducir las libertades, en el caso de Venezuela, perseguir y detener a los líderes opositores y en todos los casos dejar a sus países en medio de terribles crisis económicas que serán muy difíciles de superar para sus sucesores.
No nos engañemos. También, aquí hemos vivido esas historias, pero como fueron a fines de los 70 y principios de los 80, en los dos últimos gobiernos de la Revolución, como ha dicho López Obrador, los de Echeverría y López Portillo, ahora no las recordamos porque las nuevas generaciones no las han vivido. Pero podemos atisbar ese futuro en el presente venezolano, argentino o brasileño. El populismo es un fracaso anunciado, pero iniciado ese camino, revertir sus costos puede tomar décadas.