14-12-2015 No hay ningún crimen peor que la desaparición forzada de personas y la tortura. La desaparición forzada lastima a la víctima y convierte en víctimas, también, a sus familiares. Es una forma de tortura, y la misma suele ser parte de la propia desaparición. Según la comisión creada en Guatemala para investigar la guerra sucia vivida en ese país, con una definición que han hecho suya también países como Argentina, la desaparición forzada de personas es “un acto de violencia extrema, cometido por agentes del Estado o por personas autorizadas por éste, que se constituye a partir de la captura ilegal, el ocultamiento deliberado de una persona y la consecuente pérdida de su presencia física (o material), sin que exista la posibilidad de establecer con certeza las circunstancias que determinan su “no presencia física”. Las condiciones de persistencia e incertidumbre que la acompañan hacen de ella un sutil instrumento de tortura con las consiguientes secuelas físicas y severas alteraciones a nivel del psiquismo individual y colectivo”.
No sabemos en realidad cuántas personas están desaparecidas en México. Saberlo es un objetivo tan prioritario como saber cómo y por qué desaparecieron. Porque las desapariciones en México tienen características absolutamente diferentes a las que se vivieron en países como Argentina. Sin duda, hay personas que han sido desaparecidas por fuerzas de seguridad, por razones políticas o por ser parte de grupos criminales, pero la enorme mayoría de las desapariciones que se han dado han sido provocadas por grupos criminales en su lucha con otros grupos criminales y contra el Estado.
Hace unos años fui, en las afueras de Tijuana, a la casa de El Pozolero, un narcotraficante que disolvía los cuerpos de sus adversarios en sosa cáustica y depositaba los restos, convertidos en un líquido espeso, en unas cisternas. En esa vivienda había desintegrado unos 400 cuerpos, casi todos enemigos del cártel de Tijuana o víctimas de éste. Todos ellos son desaparecidos: nunca se sabrá quiénes fueron las víctimas. Pero El Pozolero no es ni remotamente un caso único: todo grupo criminal tiene varios pozoleros a su servicio, es una práctica muy utilizada, sobre todo, en el norte del país. En otras zonas, como Guerrero o Michoacán, queman cuerpos, o los dejan en fosas comunes, en muchos casos cubiertos con productos que los desintegren más rápidamente, otros son desmembrados y sus restos arrojados en distintos lugares. Ese terrible destino alcanza a enemigos, a agentes de seguridad, a víctimas de extorsiones y secuestros y en ocasiones por simples venganzas: al no haber cuerpo no hay crimen que se pueda comprobar dicen los criminales.
Existe una tendencia de muchos grupos, algunos con genuina intención humanitaria, otros con clara agenda política, de equiparar la tragedia de las desapariciones en México al de las dictaduras de Centro y Sudamérica de los 70 y 80. La propia consigna utilizada de “vivos se los llevaron, vivos los queremos”, tiene origen en las madres de Plaza de Mayo en Argentina, que tenían la convicción, basada en hechos irrefutables, de que las desapariciones forzadas, como lo establece su propia definición, habían sido ejecutadas por fuerzas de seguridad del Estado: era una forma de represión, una política del Estado contra sus opositores.
Cuando los grupos que están controlando a los familiares de Ayotzinapa, por ejemplo, dicen que el culpable de la desaparición de los jóvenes “fue el Estado”, obvian el hecho de que los que ejecutaron esas acciones, lo mismo que miles de otras en todo el país, fueron grupos criminales que en ocasiones controlan áreas locales de gobierno, como en Iguala o Cocula. Y así quieren convertir esos crímenes en una política de Estado. Y eso es una absoluta falsedad. Con un punto adicional: cuando se dice que “fue el Estado” lo que se logra es aumentar la impunidad de los propios criminales, porque tras la idea de imponer una consigna política lo que se termina haciendo es evitar que exista verdadera justicia.
Es desde el propio Estado donde, en nuestro caso, se está tratando de construir el andamiaje para romper con esa cadena perversa de violencia, tortura, desaparición. Sin duda, hay casos que son responsabilidad directa de personajes ligados a áreas de seguridad y deben ser sancionados con todo el peso de la ley. Pero si se quiere acabar con las desapariciones y se quiere castigar a los culpables hay que acabar con las consignas y comenzar a trabajar seriamente caso por caso, asumiendo que, en muchos de ellos, jamás se sabrá el destino que sufrieron las víctimas, pero construyendo las leyes, las policías, las estructuras que acaben con la violencia y el crimen, con la impunidad de todos los violentos.