11-02-2016 Resulta difícil explicar y, mucho más, comprender el empeño del grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (GIEI) y, ligado con ellos, al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) cuando intentan negar las investigaciones oficiales relacionadas al caso Iguala, sobre todo en lo que se refiere al tema de la incineración de los jóvenes secuestrados en el basurero de Cocula.
La única explicación termina pasando por una suerte de convicción militante. Ya sea por una desviación profesional —debido a la historia de sus integrantes o por lo que les ha tocado vivir en sus respectivos países—, pareciera que la única tesis que pueden sustentar es la de “fue el Estado”, pese a que es evidente que el crimen de Iguala fue cometido por el narcotráfico. De entrada, sus propios estudios paralelos están prendidos con alfileres. Ninguno de ellos fue realizado por expertos en esos temas y, de hecho, son más opiniones que información dura. No obstante, los presentan en forma tan concluyente que, paradójicamente, exigen que no se realice ningún otro peritaje diferente al que ellos realizaron.
El estudio del EAAF y el GIEI es muy controversial. Según su informe, el área estudiada no permite una incineración de los cuerpos. Pero, según los dictámenes químicos de la UNAM y del Instituto Mexicano del Petróleo sí. Incluso, en esta zona, donde existe un alto impacto térmico, fueron hallados residuos de diesel, gasolina y llantas carbonizadas. Se trata de un área de 140 metros cuadrados con una hondonada de 40 metros de profundidad: una suerte de horno natural gigante. Dicen los forenses que ellos encontraron trozos de madera y troncos no afectados por el fuego, pero no los recogieron del área afectada. Por su parte, el estudio de la PGR y la UNAM muestra que las plantas e insectos sí fueron dañados por el mismo. Los forenses reconocen que no estuvieron cuando fueron sacados los restos del río San Juan porque decidieron no ir, pese a que, previamente, se les informó de la búsqueda que allí se realizaría. Dicen que no fueron testigos del hallazgo de armas y de municiones debido a que no tenían personal acreditado en balística, sino en antropología, criminalística y genética (que es su verdadera especialidad). Mucho menos cuentan con expertos en dinámicas de fuego, con lo que, por cierto, admiten nunca haber trabajado.
Resulta inadmisible entonces que rechacen que se realice un nuevo peritaje con expertos de distintos países para definir un punto clave: si pudieron o no ser incinerados los jóvenes en Cocula. Además, los miembros de EAAF y de GIEI no han querido tomar en cuenta el testimonio de los asesinos materiales, quienes fueron detenidos pocos después de los hechos. Tampoco han tenido en cuenta las declaraciones de los aprehendidos hace pocas semanas, quienes aceptan que llevaron allí a un grupo de jóvenes (no se tiene la cifra exacta, algunos dicen que fueron unos 19, otros que más), quienes afirman que allí los mataron e incineraron, para, acto seguido, arrojar sus restos al río. ¿Por qué diablos todo este grupo de detenidos tendría que reconocer un crimen, aceptando por separado, incluso en el tiempo, su participación si no ocurrieron así los hechos? ¿Quién podría explicar que los jefes de los sicarios Sidronio Casarrubias y Gildardo López Astudillo, El Gil, acepten que ordenaron secuestrar, asesinar e incinerar a los jóvenes? ¿Por qué el mensaje en el celular de uno de los asesinos informando “los hicimos polvo jefe, nunca los van a encontrar?”.
Me resisto a pensar que todo es una forma de presión para que se renueve el contrato millonario en dólares que se vence para ambos grupos en abril. Tengo la mejor impresión, incluso agradecimiento personal, del trabajo que ha desarrollado en Argentina el EAAF, pero esta vez se están equivocando gravemente. Están extrapolando un crimen que, a todas luces, fue cometido por grupos criminales en acuerdo con autoridades locales, e intentan perfilarlo como un crimen de Estado contra sus opositores políticos. Ello demuestra un profundo desconocimiento de la dinámica y de los métodos de la violencia en nuestro país.
El caso Iguala tiene algunas excepcionalidades pero está muy lejos de ser atípico. Desde hace años, los diferentes grupos del narcotráfico suelen desaparecer los cuerpos de sus rivales y de sus víctimas. Lo pude constatar en la casa de El pozolero en Tijuana, en Uruapan y en Ciudad Juárez, donde muchos fueron quemados con ácido y arrojados en fosas comunes en colonias de clase media. En el campo también se queman. Muchas veces eso pasó en Cocula y en la sierra de Guerrero, antes y después de los jóvenes de Ayotzinapa. Y acaba de pasar con los muchachos levantados en Tierra Blanca, en donde un par de ellos podrían estar relacionados con temas de robo de combustibles y carros, pero que no tenían ni la más mínima relación con la política; en el rancho El Limón, en Tlalixcoyan donde fueron encontrados restos de dos de ellos, también se encontraron los de muchas otras personas. La lista es interminable. Los criminales en México secuestran, asesinan, queman, desaparecen cuerpos. Ésa es la realidad que no se quiere aceptar. Pero es más fácil decir que fue el Estado. Y si imponen esa tesis, los verdaderos asesinos son quienes lo agradecerán al recuperar su libertad.