17-02-2016 El papa Francisco no habló de los abusos sexuales en la Iglesia; no invitó a parejas de un mismo sexo en el evento de apoyo a la familia en Tuxtla; no se refirió en específico al caso Ayotzinapa, y su vocero, Federico Lombardi, dijo que el Papa ha hablado y hablaría de las víctimas de la violencia y que eso incluía a todas ellas, y no podía ni debía hacer diferencias; no condenó a los gobiernos, al contrario dijo que la fórmula fácil era responsabilizar siempre de todos los problemas a los gobiernos; oró en la catedral de San Cristóbal frente a la tumba de Samuel Ruiz, pero no hizo una sola declaración la respecto: dejó la oración como símbolo.
No tuvo, en otras palabras, la agenda particular que algunos esperaban que Francisco hiciera suya. No podía ser de otra manera: el papa Francisco es un hombre de su Iglesia, que ha hecho su apuesta en torno a la reforma de la misma, pero para fortalecerla, no para dinamitarla. Es también un político consumado que tiene, guste o no, su propia agenda y a quien no le van a imponer una agenda parcial ni en México ni en Cuba ni en Estados Unidos. Actúa con base en sus convicciones e intereses y los de su Iglesia y del Vaticano.
El lunes decíamos en este espacio “que siendo este autor un convencido absoluto de la necesidad de la separación entre Iglesia y Estado, de la laicidad de la sociedad mexicana, siendo agnóstico (en la vertiente no creyente) de toda la vida, no veo qué se pudo haber vulnerado al recibir a Francisco en Palacio Nacional, en este caso como jefe del Estado Vaticano, pero, incluso, como una notable personalidad del mundo contemporáneo, como no vería porque no podrían tener un trato similar el gran rabino de Israel o el Dalai Lama”.
No se retorció Juárez en su tumba. Tampoco porque el presidente Peña, o el expresidente Calderón, fueran a una misa en Catedral. Estuvieron en todo su derecho, como muchos otros mexicanos. Nadie tiene por qué esconder su fe. Lo que se debe demandar a cualquier funcionario público que gobierne no con base en la fe sino en las leyes. Me parece mucho más honesto el político que se asume como creyente, pero que gobierna para todos con base en las leyes, que el que aplica las leyes con base en su fe. No me preocupa, que Peña o
Silvano Aureoles vayan a una misa o que Mancera entregue las llaves de la ciudad a Francisco. Me molestó que López Obrador, un hombre creyente hasta el misticismo, diciéndose de izquierda, olvidándose de la plataforma que lo llevó al Gobierno del Distrito Federal, bloqueara por intereses políticos (léase acuerdos con el cardenal Norberto Rivera) el derecho al aborto y los matrimonios entre personas de un mismo sexo. Me causa gracia que Raúl o Fidel Castro, ahora resulta que descubren su infancia en un colegio jesuita.
Por eso no se le puede pedir a Francisco lo que no está en su esencia ni tampoco en su agenda. Francisco es un hombre singular: sensible ante la pobreza, la desigualdad, la violencia y la corrupción, un hombre que a diferencia de otros de sus antecesores, es tolerante con los divorcios, los gays (¿quién soy yo, ha dicho, para juzgarlos?), que ha condenado enérgicamente al crimen y al narcotráfico y que siente una real comunión con los pobres y los marginados. No es, no intenta serlo, un revolucionario, tampoco un militante. Se parece mucho más a un Juan XXIII que a un Juan Pablo II, su agenda no es impedir el avance del comunismo (del imperio del mal, en lo que coincidió con Thatcher y Reagan), sino el creciente avance de la desigualdad y el alejamiento de la Iglesia de sus fieles. Ésa es su agenda.
A mí me hubiera gustado que la tolerancia se convirtiera en esos temas mucho más en acción: me hubiera gustado verlo excomulgar a los principales narcotraficantes y traficantes de personas; me hubiera gustado que su idea de la familia contemporánea fuera más amplia aún; esperaría que la Iglesia católica le diera, finalmente, el papel que le corresponde a la mujer; que se acabara con el absurdo celibato y que la condena a los abusos sexuales se transformara en procesos penales contundentes contra los victimarios, procesos que fueran impulsados por el propio Vaticano; me encantaría saber en qué se usan las finanzas de la Iglesia. Pero ésa es mi agenda, no la de Francisco.
Creo que, en la medida en que la Iglesia católica tenga más hombres como Francisco irá avanzando en ese camino, pero no será ahora cuando todo ello se concrete. La Iglesia es milenaria (y se puede dar el lujo de demorar diez siglos en hacer realidad un encuentro entre un papa, como Francisco y el patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, como Cirilo, el primero desde el año 1050) y avanza y retrocede con los aires del tiempo, pero siempre lentamente.
Lo notable de lo que estamos viviendo con Francisco es el afán de reforma de un hombre que, en ese camino, sabe que está enfrentando fuerzas poderosísimas y aún así, continúa su avance por la misma vía. Valoremos eso de Francisco y no la agenda que cada uno de nosotros preferiría hacer realidad.