07-09-2016 Las fracturas en el equipo presidencial eran evidentes desde tiempo atrás ante temas como la Reforma Educativa y la negociación o no con la Coordinadora, por los recortes presupuestales y las áreas en las que los mismos se aplicarían, en el manejo de la política y la economía, y hasta en el manejo del deporte, entre muchos otros ámbitos. Pero la visita de Donald Trump ha logrado que de las fracturas se haya pasado a una franca división en el gabinete.
Aunque fuera solamente por eso, la visita de Trump se ha convertido para el gobierno federal en la más desafortunada decisión política de los últimos tiempos. La forma es fondo y las formas en que se incubó y desarrolló esa visita fueron tan desafortunadas como la visita en sí misma y sus repercusiones posteriores. Por lo pronto, hoy sabemos que fue el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, quien impulsó el encuentro con Trump en Los Pinos; que esa visita se negoció sin el conocimiento de buena parte del equipo presidencial; que el secretario de Gobernación propuso, incluso, asumir el costo de la misma, cancelarla y hasta presentar su renuncia para evitar que la misma se consumara; que ni la canciller Claudia Ruiz Massieu ni el subsecretario Paulo Carreño fueron informados, en tiempo y forma, de que vendría Trump, y que Claudia puso su renuncia sobre la mesa por su desacuerdo evidente con ese encuentro; que el secretario de Economía, Ildefonso Guajardo, a pesar de que se argumentó que la visita se derivaba del peligro potencial que correría el TLC con Trump, tampoco estuvo de acuerdo. Salvo alguna excepción muy puntual o muy disciplinada, no conozco a casi nadie en el gobierno federal que, en privado, esté de acuerdo con haber invitado a Trump. Y eso se ha reflejado en la enorme cantidad de filtraciones que ha habido sobre las diferencias internas.
El presidente Peña y el propio secretario Videgaray han dicho que no se gobierna para aumentar índices de popularidad, sino para hacer lo que el país requiere. No conozco a ningún político de cepa que diga que no le importa la popularidad. La popularidad sin responsabilidad se convierte en populismo, pero un mandatario demócrata debe buscar siempre el equilibrio entre la popularidad y la responsabilidad. De eso se trata gobernar, salvo, claro está, que no se sienta comprometido con fuerza política alguna. Pudo hacerlo, por ejemplo, Ernesto Zedillo, quien no sentía un fuerte compromiso con el PRI, pero de ninguna forma lo hicieron Carlos Salinas, ni Vicente Fox o Felipe Calderón. No vemos a Barack Obama o a Angela Merkel pensando sólo en el futuro de sus países, sino también en sus proyectos políticos de corto y largo plazo.
El tema de la popularidad tiene además otra vertiente, la de las candidaturas. En junio pasado, Ciro Gómez Leyva escribía sobre una comida que periodistas de Radio Fórmula mantuvieron con el presidente Peña. “Nos dijo que no nos obsesionáramos con el candidato del PRI, porque una elección nacional es algo tan grande que puede darle oportunidad de ganar a alguien que hoy sólo sea conocido por el 1% de la población”, escribió Ciro que les dijo el presidente Peña.
“¿Un personaje que hoy es conocido por el 1% de los mexicanos podría ser el candidato del PRI?, le preguntaron estupefactos sus interlocutores”.
“¿Por qué no?”, contestó Peña Nieto. “Eso es posible porque de que te conocen en una campaña nacional, te conocen”.
Es un razonamiento que enlaza directamente lo de la popularidad presidencial con la del candidato que buscará sucederlo. Es un razonamiento, en ambos sentidos, equivocado. De la misma forma que el Presidente necesita la popularidad para gobernar en forma responsable, un candidato que comience con uno por ciento de conocimiento tiene muy escasas posibilidades de ganar una elección presidencial, incluso de ser simplemente candidato.
Llama la atención porque, además, el presidente Peña Nieto logró llegar a Los Pinos precisamente porque no pensaba ni actuaba así. Como gobernador apeló todo lo que pudo a la popularidad y fue candidato presidencial precisamente por ella. Y así decidió quién sería su sucesor en el Estado de México (de otra forma el candidato hubiera sido Alfredo del Mazo, no Eruviel Ávila) y por eso ganó las elecciones en su estado, primero, y la presidencial después. Y al gobierno y a su partido les urge, como decíamos aquí el lunes, que el presidente Peña recupere al gobernador Peña.
Por cierto, las encuestas (la de BGC en Excélsior y la de El Financiero de esta semana) muestran que en los cuatro principales partidos del país hay bastante claridad sobre quiénes quieren que sean sus aspirantes en 2018. El PAN tendrá que comenzar a cuidar y mucho a Margarita Zavala. El PRD a Mancera. En Morena el dueño es López Obrador. ¿Cuándo comenzará el PRI a proteger a Miguel Ángel Osorio o saben algo que los demás no sabemos?