28-11-2016 “Si yo hubiera muerto también hace 30 años, como Camilo, ahora sería un héroe”. Me lo dijo un apesadumbrado Fidel Castro, el viernes 24 de julio de 1992, en la cumbre iberoamericana de Madrid, cuando hablábamos de la muerte de Camilo Cienfuegos, uno de los otros dos grandes héroes de la revolución cubana, junto con el propio Castro y el Ché Guevara.
Dos días después escribía en esta columna (que se publicaba entonces en el periódico unomásuno), que cuando lo entrevisté “Castro era ese día un hombre literalmente golpeado por la realidad. Lejos de ese político pujante, casi eufórico y triunfador que conocimos un año antes en Guadalajara, mucho más lejos de esos ímpetus provocadores de antaño, Castro estaba el viernes apesadumbrado, como viendo, quizás por primera vez en los más de 30 años que lleva en el poder, la posibilidad de que todo se derrumbe. O quizás, siendo menos dramáticos, sintiendo el dolor de haber sido y ya no ser”.
Le había ido muy mal a Castro en Madrid, en las reuniones privadas había sido duramente criticado, desde por el argentino Carlos Menem hasta por un Felipe González que le reclamaba la necesidad de abrir Cuba luego del derrumbe del campo socialista. El día anterior cuando abordó el autobús que lo llevaría junto con los otros mandatarios a la sede de la cumbre, Castro lo hizo solo, nadie le había avisado que la salida se había retrasado media hora y las fuerzas de seguridad españolas permitieron que el autobús fuera rodeado de manifestantes anticastristas que pasaron esa media hora insultándolo y cantando consignas en su contra. No creo que hasta entonces Castro haya vivido algo similar.
La noche anterior a la entrevista, casi en la madrugada entró una llamada a mi habitación del hotel en la Gran Vía. Era José Carreño Carlón, entonces vocero del presidente Salinas de Gortari que me preguntó si quería entrevistar a Fidel Castro. Obviamente le digo que sí y me cita unas pocas horas más tarde en el lugar donde se realizaba la cumbre presidencial. Le pregunté cómo iba a entrar a una reunión cerrada. Me dijo que no me preocupara. Cuando llegué al lugar un miembro del estado mayor presidencial me dio una identificación como miembro de la comitiva del presidente Salinas y entré a la reunión privada de los mandatarios. El tema era la educación, e incluso en eso, quizás el logro más importante de la revolución cubana, las críticas en su contra fueron inmisericordes. Cuando terminó la reunión, Salinas de Gortari nos buscó con la mirada a Elena Gallegos, entonces y ahora en La Jornada, y a este autor, y nos dijo que Castro nos esperaba.
Cruzamos el salón y Castro estaba literalmente solo, esperándonos. Sabía nuestros nombres y las entrevistas se las había propuesto Salinas de Gortari. Habló, sobre todo, de las razones por las cuales no habría ni perestroika ni glasnot en Cuba, pero la pesadumbre lo llevó a hablar también y mucho, del pasado remoto de la revolución, de Camilo y su trágica muerte en un avión que se perdió en el mar. Ahí fue cuando Castro dijo aquello que nunca, públicamente, volvió a repetir: “si yo me hubiera muerto hace 30 años, como Camilo, ahora sería un héroe”.
El derrumbe que muchos preveíamos en esos días, había comenzado en noviembre de 1989 con la caída del muro de Berlín y el corte paulatino de recursos de la casi extinta Unión Soviética a la isla. El 26 de julio de 1990 fui a La Habana, a cubrir el discurso de Castro en el aniversario de la toma del cuartel de Moncada. Había una cantidad enorme de prensa internacional. Un año antes su gobierno había fusilado al principal rival interno de los hermanos Castro, el general Arnaldo Ochoa, el segundo hombre más poderoso en el ejército cubano luego de Raúl Castro, junto con el coronel Antonio de la Guardia, un personaje clave en el régimen y en las relaciones con movimientos de todo tipo para conseguir recursos para un gobierno económicamente asfixiado, el mayor Amado Padrón y el capitán Jorge Martínez. Todos fueron acusados de traición. Ochoa que tenía magníficas relaciones con los nuevos dirigentes soviéticos era sospechoso de querer impulsar la apertura en la isla en coincidencia con el gobierno de Gorbachov. Sobre De la Guardia se filtró que había hecho un acuerdo con la guerrilla colombiana y el cártel de Medellín para usar a Cuba de trampolín para enviar droga a Miami. Se les prometió que si se declaraban culpables no sería fusilados. Así lo hicieron. En cuanto concluyó el juicio, los cuatro fueron pasados por las armas. La relación con la URSS se enfrió al máximo.
Ese 26 de julio, Castro hizo todo lo contrario de lo que se esperaba: no habría apertura sino cerrazón, endureció sus políticas y el control interno y anunció el llamado periodo especial, el más triste y empobrecedor que vivieron los cubanos en los casi 60 años de gobierno unipersonal de los Castro.
Ese día se confirmó la decepción personal y colectiva con ese líder que dos años después, tenía que admitir en Madrid que ya no era un héroe, que tendría que haber muerto antes, que la historia, finalmente, no lo absolvería.