12-09-2017 New York, 11 de septiembre. A medio camino entre Estados Unidos y México, el mundo parece una suma de desgracias. En la Unión Americana, el huracán Irma ha destrozado Florida, y antes las islas del Caribe, sobre todo la idílica San Martín y buena parte de Puerto Rico y Cuba. Estamos hablando del huracán con mayor potencia desde que se miden este tipo de fenómenos. Estados Unidos ha seguido día a día la aproximación de Irma hasta que se convirtió en un hecho ineludible y con la preparación necesaria como para haber evacuado a millones de personas. El único consuelo ha sido que el centro del huracán no pegó directamente sobre Miami sino sobre la ciudad, menos poblada, más pobre, de Naples. Y antes de Irma había llegado Harvey que la semana pasada devastó la costa de Texas. Y detrás viene José, otro huracán de potencial impredecible.
Y ello ocurría mientras se acercaba un nuevo aniversario del 11-S que parece lejano en el tiempo pero que forma parte de nuestra realidad cotidiana. Irma ha causado innumerables daños materiales y se ha llevado algunas vidas en Estados Unidos, pero lo cierto es que las víctimas del 11-S se siguen contando hasta el día de hoy: no se lo suele recordar pero desde hace 16 años, Estados Unidos y otros países están librando una guerra continua y potencialmente inútil en Afganistán que se ha propagado a Irak, Siria y otras partes del mundo. De la derrotada Al Qaeda ha nacido el temible Estado Islámico, también en vías de ser derrotado pero dejando sembrados miles de terroristas individuales, de lobos solitarios dispuestos a hacer daño donde y cuando puedan. Un día que en Nueva York, que sigue siendo la ciudad más viva del mundo, se recuerda pero que no la detiene, mientras observa con extrañeza como uno de los suyos, un neoyorquino que esta ciudad no quiere, aparece como presidente en Washington, con la vista perdida y ninguna empatía en el acto conmemorativo del atentado. Es simplemente un acto más, el recuerdo del mayor atentado terrorista en la historia contemporánea. Nada para entusiasmarse demasiado, nada para reflexionar. Nada que amerita políticas nuevas.
Tanto es así que la administración Trump, que prometió salir de Afganistán, una guerra que calificaba de catastrófica, hace quince días ordenó enviar más tropas a ese país. Al mismo tiempo, Trump deberá revisar también su discurso anti inmigrante. Solamente en Houston, por Harvey, se perdieron o habrá que reparar en forma urgente, unas 40 mil viviendas. Y el 80 por ciento de los trabajadores de la construcción en el país son mexicanos, muchos de ellos sin papeles. Los daños materiales y de infraestructura ocasionados por Irma en toda Florida son, hasta hoy, inconmensurables. Y Florida, centro turístico y de servicios, requiere de una reconstrucción rápida y eficiente. Los daños se extienden por todo el sur de la costa este. Serán miles los trabajadores de la construcción que tendrán que ser contratados para hacerlo: y la mayoría serán mexicanos. Seguir con la política migratoria actual sería suicida e iría abierta y claramente contra los intereses de los propios Estados Unidos. Una bandera populista más que se le caerá al presidente Trump azotado por los vientos y por la realidad.
México se confronta mientras tanto con la devastación del terremoto del jueves pasado en el sur del país, mientras todavía nos sorprendemos de que semejante sismo, el mayor desde que se registran los mismos, no haya causado casi daños en la capital del país. Es la naturaleza pero es también la consecuencia, la realidad de los dos México. La del que está inscrito en el desarrollo y el que languidece en el pasado y el atraso.
Las 200 localidades del país destruidas en Oaxaca y Chiapas son la consecuencia también del rezago. No se trata sólo de catástrofes naturales, lo son también sociales. Cuando un temblor de 7 grados y como ahora de hasta 8.2, azota ciudad de México (o Chile) sin consecuencia graves, y uno de menor intensidad deja en Haití, 316 mil muertos, 350 mil heridos y un millón y medio de damnificados, la distancia entre la tragedia natural y la social es evidente. Y eso mismo es lo que estamos viendo en nuestro país, entre lo sucedido en la ciudad de México y, por ejemplo, Juchitán.
Todo esto también tiene otras causas profundas. En el caso de los huracanes es evidente que se trata del negado cambio climático. Una de las mayores paradojas es que con el calentamiento de la atmósfera y los mares, los huracanes “pegan” más al norte. Los que se originan en el Atlántico y que antes azotaban continuamente el sur de México y América Central ahora se dirigen más al norte y terminan golpeando las costas estadounidenses. Ha ocurrido con Harvey, con Irma, antes con Katrina y volverá a ocurrir en el futuro. Si la realidad obligará a moderar la política migratoria de Trump, esa misma realidad tarde o temprano lo tendrá que llevar a revisar su política respecto al cambio climático.
No hay elementos para comprobarlo, pero lo cierto es que cada vez que se realizan pruebas con armas atómicas, como la que la semana pasada realizó Corea del Norte con una bomba de hidrógeno, se terminan desencadenando movimientos telúricos. Es verdad que estos son impredecibles y responden a múltiples causas, pero las pruebas nucleares subterráneas suelen ser uno de sus detonantes. Es otro peligro adicional de la peligrosa, delirante, política de Norcorea, que en México apoya con entusiasmo el PT.
Y en medio de las catástrofes naturales, de huracanes, sismos, locuras atómicas, guerras inútiles y recordatorios cotidianos de los daños potenciales del terrorismo, aparece en escena el nacionalismo. Y Cataluña lo vuelve a levantar como estandarte, buscando, propiciando, su propia catástrofe, su propio Brexit. Un nacionalismo que, aunque se quiera vestir de progresismo, es profundamente reaccionario. Un nacionalismo que, aquí y allá, en todo el mundo contemporáneo, no puede devenir más que en un populismo que termina apuntalando cualquier aventura política.
Y Miranda. Y la familia de Luis Miranda, cuando más se necesita a la Sedesol. Los Idus de septiembre.