29-09-2017 Nuestro sistema electoral ha involucionado desde la reforma del 2007 y hoy, diez años después, ha dejado de ser una solución para otorgar legitimidad y respaldo a los comicios para convertirse en uno de sus principales problemas. Las sucesivas reformas electorales que se dieron desde los comicios de 1988 tuvieron como objeto, hasta el 2007, ampliar espacios a las oposiciones para garantizar la pluralidad, romper con el monopolio que ejercía en los medios el “partido prácticamente único”, fortalecer el sistema de partidos y su representación legislativa y en los estados.
Para eso se establecieron normas, se independizó el sistema electoral con consejeros del IFE que dieron certidumbre y garantizaron elecciones limpias y participativas, y partidos competitivos que posibilitaron la alternancia. También se comenzó, en 1997, a otorgar financiamiento público a los partidos, simultáneo al financiamiento privado, para que hubiera mayor equidad. Pero también se violó la constitución al implantar 32 senadores plurinominales cuando la carta magna establece con claridad que los senadores representan en forma igualitaria a cada estado de la república, representan el Pacto Federal. Por ende, no puede haber en el senado plurinominales que en lugar de representar a los estados representan a sus partidos.
Más allá de eso en 1997 Cuauhtémoc Cárdenas fue jefe de gobierno de la ciudad de México, y en el 2000 Vicente Fox llegó a Los Pinos y López Obrador gobernó la capital del país. En el 2006 se dieron las elecciones más competidas en la historia y el sistema electoral funcionó eficientemente. El problema es que López Obrador perdió, y no reconoció los resultados.
Clamó por un fraude que nunca comprobó, ordenó la toma de Reforma, se proclamó presidente legítimo y para aplacarlo se realizó una reforma electoral que incluyó todo lo que pedía López Obrador: se acabó con el financiamiento privado, se prohibió que los ciudadanos hiciéramos publicidad electoral (con lo que se conculcó el derecho a expresarse libremente), se disparó el costo del proceso con medidas irracionales como ordenar que el padrón tuviera hasta la foto de todos y cada uno de los electores. Como no habría financiamiento privado se le dio a la dirigencia de los partidos una enorme cantidad de dinero público y millones de spots gratis que irían creciendo en forma casi geométrica.
Más grave aún, en una acción inconstitucional se destituyó al consejo del IFE cuyos cargos eran legalmente inamovibles. Desde entonces, se partidizó la conformación del consejo general. La reforma del 2014 con el argumento de hacer más equitativo el proceso y “reducir el costo electoral”, terminó cambiando otra vez al consejo de IFE, lo transformó en INE y le dio enormes atribuciones, algunas también inconstitucionales, violando derechos ciudadanos.
No se comprende que el país y la sociedad han cambiado. Ya hemos tenido tres veces alternancia en la presidencia. Desde 1997 nadie tiene mayoría absoluta en el congreso. Las gubernaturas han cambiado una y otra vez de manos. Existe un sistema amplio y plural de medios, y una enorme participación, sin control alguno, de redes sociales. Hay empresarios y organizaciones que apoyan e impulsan las más diversas iniciativas políticas y sociales. Pero el sistema electoral sigue respondiendo a la lógica de los años 80, de combatir la existencia del “partido prácticamente único”.
Por eso tenemos el sistema electoral más caro de cualquier democracia en el mundo. Cada voto, incluyendo las prerrogativas de los partidos y el gasto electoral total, cuesta 28 dólares por elector. Sólo Camboya gasta más, 45 dólares, y en América latina sólo se acerca la cuasi dictadura nicaragüense, que gasta 11 dólares. Estados Unidos gasta un dólar por elector; Chile 1.2; Brasil que tiene un sistema electoral complejísimo, 2.3 dólares; India, la mayor democracia del mundo, un dólar; la Unión Europea, promediando sus 27 países, 7 dólares, y Rusia 7.5.
No es verdad que acabar con el financiamiento público a los partidos, o reducirlo drásticamente para que sea sólo un piso electoral, privatice las elecciones o las convierta en víctimas del dinero negro. Casi todas las democracias permiten el financiamiento privado, asumiendo que las elecciones son de la sociedad, no de los partidos, y el mismo está controlado para evitar que haya financiamiento ilegal, lo que es sencillo porque tienen límites de gastos de campaña bajos y más fáciles de controlar. Llama la atención que quienes se dicen liberales en muchos temas, cuando llegan a lo electoral, se asumen como duros estatistas, al grado de que impiden la participan de la sociedad en las elecciones y las dejan exclusivamente en manos del Estado y de las burocracias partidarias, alimentados, ambos, con miles de millones de pesos del presupuesto.
La campaña del 2018 nos costará 38 mil millones de pesos. Es lo mismo que costará, básicamente, la reconstrucción después de los sismos. ¿Por qué no reducir drásticamente los gastos y prerrogativas electorales, sobre todo de los partidos, permitir el financiamiento privado con estricto control público, con límites de gastos bajos, en campañas cortas, con pocos spots y más debates? ¿Por qué nos quieren seguir tratando como a menores de edad?