21-12-2017 En Campeche, José Antonio Meade planteó algo que no fue tomado muy en serio ni por analistas ni por sus rivales para el primero de julio próximo: el tema de la salud de los candidatos. Propuso que todos se hicieran un examen de salud y toxicológico, realizado por especialistas y que sus resultados fueran públicos. Ricardo Anaya contestó que él sí pasaba el examen físico, mental y toxicológico, y López Obrador reconoció que tenía hipertensión y que tomaba “un coctel de medicamentos” para controlarla. Algunos supusieron que con eso se acababa el debate. Pero la verdad es que Meade puso sobre la mesa un tema que puede ser un importante factor en la campaña.
En casi todas las democracias del mundo los candidatos presidenciales, en algunas otras todos los que buscan algún puesto de elección popular o simplemente de poder, presentan sus análisis médicos, la situación de su salud. Se comenzó con esa práctica porque son muchos los casos donde la salud de un presidente o un alto funcionario ha tenido influencia en su comportamiento. John F. Kennedy, ese presidente que muchos admiramos y que murió asesinado en Dallas, sufría de graves problemas de salud que nunca se divulgaron hasta después de su muerte: sufría de la enfermedad de Addison, un raro desorden que destruye las glándulas suprarrenales y genera fatiga, anorexia, náuseas, pérdida de peso, hipoglucemia, hipotensión daños de la piel y las mucosas. Tenía terribles dolores de espalda, que en ocasiones lo inmovilizaban; con inyecciones de testosterona suplantaba la falta de energía provocada por la carencia de adrenalina. Además de hormonas, Kennedy consumía antiespasmódicos para controlar su inflamación permanente del colon y antibióticos para una infección urinaria permanente. También tomaba antihistamínicos para combatir las alergias, eso le provocaba depresiones que controlaba con estimulantes, sobre todo anfetaminas. La ansiedad y el insomnio que éstas le provocaban lo anulaba con barbitúricos.
Uno de sus antecesores, Franklin Roosvelt, el presidente que fue clave para ganar la segunda guerra mundial, sufría de polio y no podía caminar por sus propios medios. La información prácticamente se le ocultó a la mayoría de la población, aunque era un hecho evidente. Años después de que dejara el poder supimos que el presidente Ronald Reagan ya sufría de Alzhaimer durante los últimos años de su mandato, su capacidad ya estaba disminuida, pero su enfermedad fue ocultada por su equipo y sobre todo por su esposa Nancy hasta dejar la Casa Blanca.
Cuando estaba a punto de perder la presidencia estadounidense, Richard Nixon estaba tan desequilibrado y paranoico, bebía tanto y tomaba tantas pastillas que el secretario de Estado, Henry Kissinger, acordó con el secretario de la Defensa y con el jefe del estado mayor, que no aceptarían ninguna orden militar del mandatario que tuviera repercusiones graves, mucho menos la de lanzar un ataque nuclear.
En la reciente campaña electoral estadounidense, fue crítico para Hillary Clinton un desvanecimiento que sufrió en Nueva York y su pasado de enfermedades cardíacas. El actual presidente Donald Trump según una organización de profesionales de la salud mental, “no está psicológicamente en forma para ocupar el cargo”, dicen que sufre distintos desórdenes mentales, entre ellos una personalidad antisocial y narcisista, marcada por un enorme caudal de mentiras (más de una por día, en declaraciones públicas, según medios estadounidenses).
Durante meses se le ocultó a los venezolanos la enfermedad de Hugo Chávez y se cree que hasta su muerte, anunciada tiempo después de ocurrida en La Habana, porque no quiso tratarse en su país. Nunca nadie supo cuáles eran las dolencias que incapacitaron a Fidel Castro.
En México, Adolfo López Mateos sufría de dolores de cabeza, causados por aneurismas, que lo dejaban paralizado a veces durante días. Después se descubrió que en realidad tenía una enfermedad cerebral que lo dejó en coma durante dos años apenas a tres años de haber dejado el poder. Murió a los 61 años. Durante sus dolencias en Los Pinos era Gustavo Díaz Ordaz quien atendía el gobierno y él fue su sucesor, otro hombre que tenía distintas dolencias que jamás fueron reveladas públicamente.
La lista sería, en México y en el mundo, casi interminable. Evidentemente estar enfermo no necesariamente inhabilita a alguien para ejercer el poder, pero en muchas ocasiones es un condicionante clave para decidir si esa persona puede o debe ejercerlo. Hemos tenido en el pasado una y otra vez rumores sobre enfermedades reales o supuestas de candidatos y presidentes, pero jamás se les ha exigido a éstos que presenten un estudio de su salud realizado en forma independiente, como ocurre en muchas otras naciones.
Meade ya puso ese tema sobre la mesa y tanto Anaya como López Obrador han dado una respuesta vacía. En los próximos días Meade dará a conocer su estado de salud. ¿También lo harán sus adversarios para el 2018? No es una banalidad, puede ser un capítulo central en la campaña electoral.