Indignación, con los verdaderos criminales
Columna JFM

Indignación, con los verdaderos criminales

26-04-2018 Es imposible no compartir lo dicho por Guillermo del Toro ante el asesinato de los jóvenes Salomón Aceves, Marco Ávalos y Daniel Díaz, cuyos cuerpos fueron disueltos en ácido por sicarios del cártel Jalisco Nueva Generación. “Las palabras, dijo el director de cine ganador del Oscar, no alcanzan para entender la dimensión de esta locura (…) El ‘porqué’ es impensable, el ‘cómo’ es aterrador”.

 

Desgraciadamente no estamos hablando de algo nuevo ni inédito. La primera vez que me tocó cubrir la información de una fosa común fue en Ciudad Juárez. Era 2004, en Ciudad Juárez, con mujeres asesinadas en forma brutal, escenario de una violencia que no se asumía ni se comprendía. Acompañé al entonces jefe de la lucha antidrogas de la PGR, José Luis Santiago Vasconcelos (un profesional intachable, que murió en el siempre extraño accidente de aviación en el que falleció también Juan Camilo Mouriño en noviembre del 2007) a un operativo que acaba de concluir en una zona residencial, en un condominio horizontal de clase media alta. Era una bonita casa con jardín. Lo que desentonaba era que en ese jardín había enterrados varios cuerpos, que se agolpaban unos sobre otros en las fosas ya abiertas. Peor era lo que sucedía en la casa. Allí vivía un matrimonio, con sus hijos, niños de escuela primaria. En un cuarto que estaba debajo de una escalera, era donde se llevaba a las víctimas, en ocasiones ya muertas, en otras vivas y ahí mismo eran rematadas y luego enterradas en el jardín. No era un secreto para los que vivían en la casa, incluyendo la mujer y los niños: las manchas de sangre en ese cuarto eran inocultables, el olor también. No podía entender cómo podía funcionar esa maquina de la muerte o cómo nadie, ni por el olor ni los ruidos, había descubierto o denunciado lo que ocurría.

Unos años después, a inicios del 2007, fui a Uruapan a reportar la guerra que se vivía entre distintos grupos criminales. En un taller mecánico amplio, para muchos automóviles, adornado con una enorme virgen de Guadalupe, acababan de encontrar una fosa común con numerosos cuerpos. En el baño, destrozado, del taller funcionaba la cámara de tortura. Había sangre y restos humanos pegados en las paredes, en el inodoro, en el techo, en el piso. Los adversarios o sospechosos de lo que luego conocimos como la Familia Michoacana eran llevados allí torturados y enterrados. Durante el día, el taller mecánico funcionaba con aparente normalidad. ¿Nadie nunca había visto nada?.

Pero nada se compara con lo que ví y pude reportar en abril del 2008 en Tijuana. Acababa de ser detenido el Pozolero, un hombre que estaba acusado de disolver en sosa caustica a más de 300 personas. Obtuve el permiso para entrar, un día después de su detención, en la propiedad del Pozolero. Un terreno con una barda, en lo que alguna vez fue un ejido, con casas a su alrededor pero no densamente poblado. En el terreno había una construcción con grandes tanques donde el pozolero recibía a sus víctimas, dijo él que ya muertas, las introducía en los tanques, les agregaba los químicos y a los dos o tres días, hechos una masa uniforme, los depositaba en una enorme cisterna que se había construido en el lugar. El Pozolero estimaba que había disuelto unas 300 personas, pero ni él ni nadie pudo nunca saber exactametne cuantos cuerpos disueltos fueron a parar a esa fosa. El olor a muerte, impoisble también de olvidar, penetrante, intenso, se percibía a más de cien metros del lugar. Nunca se había recibido una sola denuncia.

Desde entonces ha habido miles de casos similares. Ese ha sido el destino de la mayoría de los desaparecidos, muchos de ellos producto de ajustes de cuentas, otros simples víctimas de los grupos criminales, otros más producto de una confusión, de una ocurrencia, una maldad o un encargo de los sicarios. Están enterrados en fosas comunes, disueltos en ácido, incinerados, arrojados a ríos, montañas, abandonados en cualquier lugar.

Debemos estar aterrorizados de que ese pueda ser el destino de cualquiera, sobre todo de un inocente. Pero no nos engañemos: esa violencia, esa maldad no es el producto de la guerra del “pueblo contra el pueblo” como se ha dicho. No es consecuencia directa de la pobreza aunque de allí se alimenta. No se trata de guerrilleros que luchan por una buena causa y que, además, como algo tangencial, son narcotraficantes, como algunos los muestran en más de una serie de televisión. No se trata de personajes adorables a los que hay que venir a entrevistar con emoción y deseo desde Hollywood. Estamos hablando de criminales, de personajes brutales que han cobrado miles de víctimas inocentes: que roban, que matan, secuestran, extorsionan. 

Hay que indignarse sí, pero hay que ser conscientes de que acabar con esa maldad requiere asumir que lo es y desplegar, más allá de intereses políticos de corto plazo y personales, un verdadero esfuerzo nacional. ¿O acaso alguien cree que los que disolvieron en ácido los cuerpos de estos tres jóvenes estudiantes de Guadalajara merecen el día de mañana una amnistía?

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