04-10-2018 Como alguna vez contamos en este espacio, conocí a Marcelo Odebrecht, el más importante empresario brasileño durante el gobierno de Luis Inácio Lula da Silva, durante una de esas magníficas reuniones que organizaban un grupo de empresarios latinoamericanos, entre ellos en forma destacada Carlos Slim, llamada de padres e hijos.
Los empresarios y sus descendientes, algunos muy jóvenes, otros ya con grandes responsabilidades en sus empresas, se juntaban regularmente en algún país de la región durante dos o tres días, había conferencias, encuentros, comidas y música. Me invitaron a ir como conferenciante sobre seguridad a Brasil hace unos seis, sieteaños, cuando apenas comenzaba el gobierno de Dilma Rousseff pero la figura del encuentro fue, sin duda, Lula.
En la apertura Odebrecht (el encuentro se realizaba en una isla que entendí era de su propiedad) lanzó un discurso que me llamó profundamente la atención: presumió el momento que vivía Brasil, el auge de sus empresas y obras, cantó loas al gobierno de su amigo Lula y dijo que gracias a ese crecimiento lograría lo que más deseaba: en uno o dos años, aseguró, sería más rico que Carlos Slim.
Pero Odebrecht nunca lo logró: tres años después comenzaron una serie de investigaciones de corrupción que han terminado llevándolo a la cárcel (a él y a otro centenar de personajes de alto y mediano nivel, además de provocar la caída de la presidenta Rousseff y el proceso contra el propio Lula) de la que saldrá antes de concluir su condena porque aceptó una multa de 3 mil 500 millones de dólares, impuesta por Estados Unidos y Suiza, la más alta de la historia, y se convirtió en testigo colaborador: él y sus principales funcionarios delataron toda la red de sobornos que le habían permitido crecer con tanta rapidez.
Los sobornos abarcaron toda América latina y todos los gobiernos. En México, lo documentado por la confesión de Odebrecht, es un soborno de diez millones de dólares pagados a funcionarios gubernamentales en varios años. Hace año y medio dijimos en estas páginas que el entonces procurador Raúl Cervantes estaba en Brasil recabando la información existente y que muy pronto habría responsables en México del caso de corrupción más amplio y documentado de la historia de la región. Es tan amplia la confesión, tan escandalosa la corrupción, dijimos, que este caso no podrá quedar impune, ni en México ni en ningún otro país.
Pues ha pasado un año y medio desde entonces y lo único que cambió es que Cervantes, cuando tenía la investigación concluida, tuvo que dejar la PGR (en buena medida por la ceguera opositora), no se hizo nada y el tema de la corrupción destrozó electoralmente a la administración Peña y a las candidaturas priistas. Hoy, a menos de dos meses de que concluya la administración es imprescindible dejar en claro qué pasó con esos diez millones de dólares que Odebrecht entregó en México, quién los recibió y quién fue responsable de ese acto de corrupción. No puede la administración Peña dejar el gobierno con ese tema bloqueado.
Mucho se ha hablado de la responsabilidad del ex director de Pemex, Emilio Lozoya y parecieran existir suficientes indicios sobre su participación, además de su intervención en otros hechos por lo menos sospechosos: el vaciamiento de Oceanografía y la compra de unas millonarias e inútiles plantas de fertilizantes. Insisto, no lo sabemos, pero la secrecía y lo dilatado de la investigación lo único que hace es aumentar las sospechas sobre él y sobre toda la administración.
La información ya está ahí, no es necesario que el INAI anuncie que autoriza abrir la información personal sobre el caso. Existen denuncias que han llevado a encauzar políticos y funcionarios de todos los niveles en casi toda América latina por sobornos recibidos por el caso Odebrecht. El secreto de sumario es comprensible, la impunidad no.
La lucha contra la corrupción es parte central de nuestra agenda interna por las consecuencias que ella tiene en la vida social, económica, política, cultural, en la seguridad. Es también un acicate para transformar prácticas y transparentar no sólo cuentas, sino también la realidad que se suele esconder tras el velo de la corrupción.
La provocación
El libreto de la provocación parece que no sufre cambios aunque pasen los años y cambien los actores. Porros y anarcos (son tan diferentes que son casi lo mismo), sobre todo de vocacionales y CCHs, aunque tengan edad para ser padres de los alumnos, realizan actos violentos, toman instalaciones, agreden, en la calle y en las escuelas. Esperan algún acto “represivo” para intentar generar a partir de allí una reacción de la comunidad estudiantil.
La última vez que lo lograron fue en 1999. Han pasado casi diez años y repiten, una y otra vez su actuación buscando los mismos resultados. La comunidad estudiantil en todo el mundo y todo el tiempo, es volátil, pero en nuestro caso parece que estudiantes, académicos y autoridades, ya aprendieron que los provocadores son eso, provocadores, y que no se puede caer en sus provocaciones. Para ellos también alguien día tiene que acabar la impunidad.