Ni el Estado, ni el Ejército
Columna

Ni el Estado, ni el Ejército

No fue el Estado, no fue el Ejército, la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa hace nueve años en Iguala no es muy diferente a la que han sufrido 44 mil desaparecidos en lo que va de este sexenio, en su enorme mayoría víctimas de grupos criminales. Lo cierto es que el informe presentado ayer por el gobierno federal confirma lo que sabíamos sobre el caso Ayotzinapa.

Permítame una historia personal. Cuando hicimos un docudrama sobre lo que había sucedido en Iguala, dos años después de la tragedia, y expusimos la trama de relaciones de ese crimen con el narcotráfico y la corrupción política local, se nos dijo que era falso, que el crimen había sido cometido por “el Estado”, se impidió su exhibición, algunas salas de cine fueron amenazadas, el propio gobierno federal, temeroso, decidió que aquella película que realizamos con el maestro Raúl Quintanilla, era prohibida para menores de 18 años y por ende terminó siendo puesta en tarde en las noches, durante apenas un par de semanas. 

Dos años después publicamos el libro, homónimo de la película, La Noche de Iguala (Cal y Arena), y no sólo pudimos corroborar todo lo dicho en el filme ( en este espacio y en el programa Todo Personal) sino que además adjuntamos numerosos datos nuevos, desde las capturas de pantalla de la DEA que ahora se quieren hacer pasar como una novedad, hasta las declaraciones de los sicarios y sus jefes, mostramos como el narcotráfico operaba en el estado de Guerrero, quiénes eran sus jefes, sus redes, las luchas de cada uno de los cárteles que allí expolian a la población y someten a las autoridades. Tuvimos acceso a los informes de la Defensa sobre el tema y a archivos del gobierno federal y de otros países. 

Ahí quedó plasmado casi minuto a minuto lo que sucedió, los nombres de los responsables y el contexto en el que ocurrió. La saña de los Epigmenios y sus epígonos contra ese libro, publicado poco después de las elecciones de 2018, fue brutal, prácticamente lo cancelaron. No se podían aceptar los datos duros: la consigna era que “había sido el Estado, había sido el ejército” y, además, se prometía encontrar con vida a los jóvenes desaparecidos.

Pero, como alguna vez sostuvo Barack Obama, podemos tener distintas opiniones, pero no podemos tener distintos hechos. Los datos y los hechos en los que se sustentaban aquellos filme y libro han mantenido su vigencia. El informe publicado esta semana por el gobierno federal y las propias declaraciones del presidente López Obrador lo confirman: no fue el Estado, no fue el ejército, el desarrollo de los hechos estaba trazado en la investigación original de la PGR y luego ampliado y detallado por aquellos materiales y finalmente por la contundente investigación de la CNDH de la época de Luis Raúl González Pérez. Si el documental y el libro fueron estigmatizados, el informe de la CNDH, con la llegada de Rosario Piedra Ibarra, fue desconocido por las propias autoridades de esa institución.

 Para tratar de darle pruebas a esa narrativa, el fiscal especial, Omar Gómez Tagle, en una política digna de Pablo Chapa Bezanilla, decidió dejar en libertad a los sicarios y asesinos confesos para convertirlos en testigos protegidos y tratar de demostrar que “había sido el Estado”, que “había sido el ejército”. El crimen organizado y sus cómplices ya no importaban, lo central era el objetivo político e ideológico. Los sicarios y sus jefes quedaron en libertad.

Durante cinco años, con todo el aparato del gobierno a su disposición, no lograron tener una sola prueba de sus dichos. Se llegó a construir desde la oficina de Gómez Trejo una narrativa alterna en la que todas las instituciones del Estado, de una forma u otra, habían estado involucradas en una conspiración para la desaparición de los muchachos: desde la Presidencia hasta la Defensa y la Marina, pasando por la PGR, la entonces Policía Federal y todas las instituciones de seguridad locales, estatales y municipales. Todas supuestamente al servicio de un grupo menor del crimen organizado, los Guerreros Unidos, para dirimir el control no de un estado, de una región o un país, sino de Iguala. Nunca lograron explicar cuál sería la razón de que el Estado mexicano pusiera al servicio de una organización criminal menor, local, su estructura para desaparecer a 43 jóvenes que, para el gobierno federal, no eran amenaza alguna.

No sé si el presidente López Obrador todos estos años estuvo convencido de que el responsable de la desaparición de los jóvenes de Ayotizinapa había sido el Estado. Pero Gómez Trejo, el GIEI y Alejandro Encinas fueron tan lejos por ese camino que finalmente llegaron a un punto de no retorno y el gobierno federal se encontró en un callejón que no admitía otra salida que aceptar los datos duros, los hechos reales: no fue Estado, no fue el ejército, los jóvenes fueron secuestrados y asesinados por sicarios de Guerreros Unidos que pensaban que eran parte de un ataque coordinado de sus enemigos de los Rojos a su estructura de operaciones en Iguala. Los Guerreros Unidos tenían control sobre las autoridades municipales y las policías. Los policías los entregaron a los sicarios en distintos grupos. Unos 19 de ellos murieron incinerados en Cocula. 

Todo los demás es una verdad ideológica que busca contraponerse a los datos duros producto de distintas investigaciones. Ahora las acrobacias de algunos para tratar de empatar aquellas mentiras con las conclusiones del propio gobierno federal son dignas de otra historia.

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