El paquete de reformas que presentó ayer el presidente López Obrador constituye lisa y llanamente la propuesta de una nueva constitución. No se trata de reformar por enésima vez la de 1917, si se aprobara lo que presentó López Obrador tendríamos una nueva constitución en la que los poderes legislativo y sobre todo judicial estarían subordinados al poder ejecutivo.
Sin un equilibrio de poderes, sin organismos autónomos que sean contrapesos, con esas mismas reformas la presidencia se convertiría cada vez más en el reflejo de un sistema de partido prácticamente único, vía las reformas electorales también propuestas. En términos energéticos el presidente quiere regresar a los años 50, a la reforma de López Mateos, pero en términos políticos y constitucionales no quiere conservar siquiera las formas que durante el largo periodo priista prevalecieron. Quiere un sistema de partido único apenas disfrazado.
Para el sentido histórico que tiene de sí mismo el presidente López Obrador, sintetizada en su propia definición de la cuarta transformación, él mismo se siente como el continuador de Hidalgo, Benito Juárez, Madero, Lázaro Cárdenas, si su gobierno es la etapa siguiente a la independencia, la reforma, la revolución, y cada una ha tenido sus ordenamientos legales y sus constituciones, ¿por qué López Obrador no tendría la suya?.
Por eso el presidente no fue a Querétaro, por eso no quiere estar en un acto de homenaje de los tres poderes de la Unión a la Constitución vigente, porque la desconoce, porque como legado político y como verdadero corset para el futuro, nos quiere legar su constitución, sin pasar, a diferencia de sus otros referentes históricos, sin esos engorrosos y lentos procesos que implica convocar por el voto popular a una asamblea constituyente que elabore una nueva Carta Magna como ocurrió en Querétaro en 1917. Lo que quiere es una constitución realizada a su imagen y semejanza, sin otro constituyente que él mismo, con un congreso dócil que no cambie ni una coma.
Por eso, en la segunda mitad de su mandato, esta administración ha fracasado en todas las iniciativas que ha presentado y casi todas han terminado consideradas violatorias de la constitución: porque después de los comicios del 2021, el presidente se ha negado rigurosamente a negociar en el congreso iniciativa alguna. Lo mismo sucederá con este paquete de reformas con un objetivo ulterior: le dejará a Claudia Sheinbaum, si ella gana la presidencia en junio, un paquete de reformas de las que difícilmente se podrá separar, sin separarse a su vez del propio López Obrador.
Lo cierto es que todo lo que se propuso este 5 de febrero difícilmente podrá pasar porque no le alcanzan los votos a Morena, por lo menos hasta que el primero de septiembre se instale el nuevo congreso; algunos otros son anuncios imposibles de implementar económicamente como las pensiones de cien por ciento del último salario percibido, o la desaparición de todos los organismos autónomos, argumentando medidas de austeridad sin sentido alguno. Mucho menos los cambios de fondo en el poder legislativo, en el sistema judicial, en el electoral, con el objetivo de regresar a un sistema de gobierno sin contrapesos y concentrado en torno al ejecutivo.
No tienen lo votos, salvo que, como dijo ayer mismo Nicolás Maduro, para muchas cosas un referente para el propio López Obrador, las elecciones que se preven en ese país para la segunda mitad de este año “las ganarán por las buenas o por las malas”.
A lo que se aspira, además, es a demoler el sistema político de contrapesos construido durante la larga transición democrática que inició con la reforma de Reyes Heroles en el 79 y tuvo su culminación con el triunfo de López Obrador en el 2018. Desde que asumió, la actual administración ha trabajado constantemente para desmantelarla y regresar al viejo sistema político, el previo a la transición democrática.
Siempre el objetivo presidencial ha sido una nueva constitución, la ha planteado muchas veces, pero nunca ha alcanzado los consensos mínimos para poder sacarla adelante, pero es lo que sigue proponiendo ahora y pretende hacerlo de facto. Es lo mismo que han intentado hacer y en ocasiones lograron, los demás regímenes populistas de izquierda en América latina: Chávez y Maduro en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua, impusieron sus constituciones de facto.
Si el presidente López Obrador logra imponer estas nuevas iniciativas, el sistema político terminará teniendo definitivamente el rostro que el lopezobradorismo quiere. Y aunque no lo logre antes de que deje el poder, habrá logrado dos cosas importantes: imponer la agenda, la ruta política del próximo gobierno, y terminar de bloquear cualquier intento de Claudia Sheinbaum de deslindarse, aunque sea parcialmente, de su antecesor.
En los comicios de junio, por ende, tan importante como la elección presidencial será la conformación del congreso. Será más importante que nunca antes que no existan mayorías calificadas de un solo partido o coalición, de tal forma que quien sea que llegue al ejecutivo, se vea obligado a negociar las iniciativas legales y los cambios constitucionales que proponga y se extirpen, con ello, las tentaciones más autoritarias.