Dos asesinos
Columna

Dos asesinos

El joven que intentó matar a Donald Trump y que fue muerto por el servicio secreto se llamaba Thomas M. Crooks, tenía 20 años, vivía en una colonia de clase media, sus padres eran psiquiatras, el padre libertario, la madre demócrata, Thomas afiliado al partido republicano y en la casa había, como en buen hogar libertario, muchas armas. Era un joven tímido, al que solían hacerle bullyng y que no expresaba opiniones políticas fuertes. Como estudiante era promedio, no demasiado destacado. Había tenido problemas de consumo de drogas, que tampoco fueron graves. Todos en su entorno se asombraron de que hubiera atacado a Trump.

Sin embargo, Thomas organizó bien el atentado contra el ex presidente. Encontró una terraza a unos 150 metros del mitin que le permitía un tiro franco, se llevó un AR15 del arsenal de su padre, por lo menos 30 cargadores, en su automóvil tenía artefactos explosivos. Como dicen sus conocidos no era un buen tirador, sino la suerte de Trump hubiera sido completamente diferente. Disparó por lo menos 8 veces y un sólo disparo se acercó a Trump.

¿Qué lleva a un joven como este a decidir matar a un personaje público como Trump? No era un estudiante politizado, ideológicamente parecía estar más cerca de Trump que de los demócratas, vivía en un lugar en el que, como dijeron las autoridades, suelen convivir familias en las que se mezclan, sin problemas, distintas visiones políticas. Thomas, hasta donde se sabe no dejó proclamas, ni notas, ni nada por el estilo. ¿Qué bullía en la cabeza del joven tímido al que le hacían bullyng, qué quería demostrar, qué lo llevó o lo convenció de hacer ese ataque en el que le iba a ir la vida?.

Las especulaciones se nutren de las teorías de la conspiración, algunas recuerdan una película en la que se dice que los servicios secretos pueden de alguna forma convencer a alguien de que realice una acción de este tipo con tratamientos psiquiátricos (y recuerdan que de eso trabajaban sus padres). 

Todo puede ser pero lo cierto es que no lo sabremos como nunca hemos sabido en realidad si Lee Harvey Oswald mató a Kennedy, porque Shirham B. Shirman mató a su hermano Robert, como antes un oscuro personaje mató a Martín Luther King o que activó a los anodinos atacantes de Ronald Reagan y John Lennon. Puede haber manipulación, teorías siniestras detrás de cada crimen pero al final lo que tenemos es una sociedad que padece una enfermedad con las armas y la violencia que es difícil encontrar en otra democracia occidental.

El célebre periodista David Remnick recordó ayer en el New Yorker un estudio sobre la violencia en su país que decía “es cometida por individuos aislados, por pequeños grupos y por grandes turbas; está dirigida contra individuos y multitudes por igual; se lleva a cabo con una variedad de propósitos (y a veces sin ningún propósito racional discernible en absoluto) y en una variedad de formas que van desde asesinatos y homicidios hasta linchamientos, duelos, peleas, disputas y disturbios; surge de intenciones criminales y de idealismo político, de antagonismos que son completamente personales y de antagonismos de gran consecuencia social”. En ese verdadero enjambre de motivaciones las causas y motivaciones reales del ataque a Trump quedaran eclipsadas.

Nuestra violencia es muy diferente. En lo que va de este sexenio tenemos 200 mil muertos y 50 mil desaparecidos, seguramente también  asesinados, una cifra digna de un conflicto bélico, pero lo peor es que  se una violencia criminal, muchas veces gratuita. Se mata simplemente por dinero.

Las declaraciones que hizo Héctor Martínez Jimenez, el Bart, el sicario que intentó matar a Ciro Gómez Leyva lo escenifica con absoluta claridad: el mata por encargo, “yo no más mato y me voy”, dice que se puede matar por cinco mil pesos, su expectativa era matar a Ciro, quedar libre y con algún dinero. Y volvería a matar, según su declaración había matado a por lo menos 20 personas. Al que hizo el reconocimiento y no descubrió que la camioneta de Ciro era blindada, lo mató él mismo por ese error. Y no se arrepiente de nada.

Este tipo de violencia exhibe un desgarramiento social tan profundo como el que podemos ver en nuestros vecinos del norte pero mucho más extendido y peligroso: la vida en realidad no vale nada, matar no tiene ningún significado, matar a alguien es parte de un trabajo común y corriente y no genera ni siquiera un leve remordimiento, no se mata por emoción, por convicción, el asesinato, el desmembramiento, la tortura, son vistas como parte de la normalidad.

Cuando se habla de las estrategias de seguridad, ese desapego por la vida es el principal desafío, lo que se debe erradicar. Tenemos que asumir que hoy en el país puede haber algunos Thomas Crooks que matan sin que sepamos porqué, pero hay miles de Bart que matan simplemente por un puñado de pesos sin complejo alguno. 

Hay también otra diferencia: la impunidad. En los casos de Trump, Kennedy, Lennon, King, Reagan, los asesinos son muertos o detenidos, enfrentan la justicia. En nuestro caso la enorme mayoría de esos sicarios para los que matar es un simple trabajo, quedan impunes, sin castigo alguno. Esa es nuestra tragedia.

En el mismo texto del New Yorker se recordaba el discurso de Robert Kennedy ante el asesinato de Martín Luther King. Decía el entonces precandidato demócrata que “seguramente podemos aprender, al menos, a mirar a quienes nos rodean como a semejantes y seguramente podemos comenzar a trabajar un poco más duro para curar las heridas entre nosotros y volver a ser hermanos y compatriotas en nuestros corazones”. Unas semanas después Robert Kennedy fue asesinado.

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