Desestabilizar desde el poder
Columna

Desestabilizar desde el poder

La relación de México con Estados Unidos no está en un punto muerto: eso es imposible porque el comercio bilateral es el de mayor volumen en el mundo, la integración de los dos países es una realidad que no puede ignorarse, 30 millones de paisanos o descendientes de ellos viven en la Unión Americana y compartimos una frontera con una movilidad asombrosa. 

Estuve esta semana en Tijuana y pude comprobar una vez más, en el paso fronterizo y la aduana de El Chaparral (que no es el de mayor movilidad de esa ciudad), un flujo constante de miles de personas cruzando en uno u otro sentido: solamente por allí cruzan 40 mil vehículos diarios y más de diez mil personas lo hacen por los puentes peatonales. Es tal la interrelación que ese puente peatonal de El Chaparral está abierto en sentido hacia Estados Unidos desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde y en sentido contrario, de Estados Unidos hacia México, de dos a diez de la noche. El trabajo de los elementos de la Guardia Nacional, que se ocupan también de tareas aduanales en ese paso, es de verdad notable, como lo es la comunicación con sus homólogos del otro lado de la frontera.

No nos engañemos, muchos espacios de relación e integración está más vigentes que nunca, desde la que mantienen ciertos ámbitos militares hasta la de organizaciones sociales con estrecha comunicación binacional, pasando por supuesto por la integración comercial e industrial. 

Lo que sí es verdad es que la administración Biden parece haberle perdido la confianza al gobierno de López Obrador o simplemente colmó su paciencia. Temas como las denuncias sobre Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, por la ayuda que recibe de USAID (igual que otras decenas de otras organizaciones e incluso instituciones del estado, incluyendo el propio gobierno federal), le quitan seriedad a la relación y la desgastan cotidianamente. Que el presidente López Obrador siga insistiendo en enviar cartas al presidente Biden en lugar de levantar un teléfono y hablar con él, sirve, quizás, para consumo interno, pero nada más. Como las cartas enviadas a El Vaticano, al rey de España, al gobierno de Austria y muchas otras, no sirven más que para alimentar una narrativa que simplemente lo único que logra es que esos posibles interlocutores las ignoren o se irriten. Como el presidente López Obrador en seis años prácticamente no ha salido del país y tampoco ha tenido una diplomacia activa, la situación se hace aún más compleja.

Pero ninguna circunstancia ha exhibido más esa debilidad que todo lo sucedido en torno a la captura o entrega de Ismael El Mayo Zambada y Joaquín Guzmán López. Hoy se cumplen tres semanas de ese hecho y no sólo el gobierno federal no tiene claridad alguna sobre lo sucedido, sino que tampoco ha recibido, ni oficial ni extraoficialmente, información de sus contrapartes estadounidenses. 

Tiene lógica que no sepamos los detalles de una operación de inteligencia que se realizó con mucho éxito y alta secrecía por parte de organismos de seguridad de los Estados Unidos, pero que no sepamos que sucedió en territorio nacional en temas que deberían ser bastante sencillos de esclarecer, como saber qué avión voló ese día al aeropuerto de Nuevo México o como el asesinato de Héctor Melesio Cuén, con versiones tan contradictorias (e indagatorias tan elementales y falsas) que obligaron hasta a la renuncia de la fiscal del estado, es sencillamente ridículo.

Y no es por falta de capacidades, es porque no están alineados los intereses de las diferentes instancias de gobierno e incluso de las fuerzas de seguridad. En lugar de estar ocupado y preocupado por tener una transición tersa que le permita a Claudia Sheinbaum comenzar su administración con certidumbre y con su propia visión de futuro, desde Palacio Nacional se siembra discordia con todos, dentro y fuera del país; se genera una crisis judicial de consecuencia impredecibles; se deteriora la relación con Estados Unidos y se termina entrando en una dinámica de conflicto que contaminará el último mes de transición. Un último mes en el que la agenda que se discutirá en el congreso no será la de la presidenta entrante sino la del mandatario saliente, que quiere dejar con ello no una impronta, sino una herencia difícil de solventar.

En todo eso, la relación con Estados Unidos importa y mucho. Durante todo septiembre y principios de octubre la agenda de seguridad estadounidense está llena de eventos relacionados con México, con notorios criminales convertidos en acusados y a la vez en testigos protegidos o en busca de un acuerdo con sus captores. No nos equivoquemos, en el banquillo de los acusados en esos procesos estarán Joaquín y Ovidio, el Nini o el Mayo, pero también estará México, y no el pasado relativamente lejano, como ocurrió con los juicios de El Chapo y García Luna, sino el pasado reciente y la actualidad.

 Por eso no hay respuesta de la administración Biden a las cartas y reclamos de Palacio Nacional. La respuesta me temo que se dará con hechos en el ámbito de la justicia, pero de la justicia estadounidense. Nada de eso frenará, por otra parte, esa integración profunda que se puede ver en lugares como Tijuana.