El presidente López Obrador dijo que pondrá en pausa (lo que eso quiera decir) la relación con las embajadas de Estados Unidos y Canadá por las críticas que los representantes de ambas naciones han hecho a la propuesta de reforma judicial y particularmente a la peregrina idea de hacer elegir jueces, magistrados y ministros por voto popular.
Tendrá que poner en pausa prácticamente toda su relación con los países democráticos, sus institucionesy sus medios, porque absolutamente todos los medios de referencia a nivel mundial: del Washington Post al New York Times, de Le Monde a The Economist, de Wall Street Journal a El País, ha criticado duramente esa iniciativa de reforma, lo han hecho organizaciones empresariales nacionales y extranjeras, funcionarios de la ONU, de organizaciones judiciales y de abogados de varios países.
La única respuesta de la futura administración federal ante esa avalancha de descalificaciones ha sido de una simpleza absoluta. Marcelo Ebrard, el influyente próximo secretario de Economía le escribió un mensaje en tono burlón a Ken Salalzar diciéndole, en otras palabras, de qué hablaba si en Estados Unidos se eligen los jueces por voto desde hace décadas. Lo mismo le dijo a los empresarios del Consejo Mexicano de Negocios, agregando a Japón como un país que elige sus jueces. Arturo Zaldívar ha comparado esta reforma con la que propone Joe Biden, que no transitará en Estados Unidos porque no tiene los votos para ello.
Pero ninguno de los dos está diciendo la verdad o dicen una verdad a medias: los jueces que se eligen en Estados Unidos o Japón son para cuestiones civiles y estrictamente locales, y no en todos los casos, en sistemas judiciales y de procuración de justicia muy diferentes al nuestro, también se eligen fiscales para ciertos niveles. Aquí de lo que estamos hablando es de elegir por voto popular sin condiciones casi de ningún tipo jueces, magistrados, ministros, para delitos federales, definir desde la constitucionalidad de las leyes hasta los delitos de crimen organizado. En Estados Unidos se elige a los jueces que imponen multas de tránsito, condenas por violencia familiar y en el mejor de los casos divorcios simples. Aquí se pretende elegir por voto y sin condiciones a los que decidirán extradiciones, delitos graves, tráfico de personas, constitucionalidad de las leyes. Ni remotamente en el ámbito federal de Estados Unidos se eligen los jueces federales, los magistrados o ministros.
Es más, en nuestro caso, imitando a Estados Unidos, la reforma de la justicia, si se quisiera hacer realidad la mejora del sistema, tendría que comenzar por donde peor está, que es en el ámbito local para ir transformando todo el sistema.
Elegir jueces, magistrados, ministros para atender los delitos federales sobre todo en la coyuntura de seguridad pública, interior y nacional que estamos viviendo, será una tragedia.
Olvidemos por un momento el procedimiento: como están las cosas, con paro de trabajadores y jueces, con una reforma constitucional que no tiene contempladas todavía las por lo menos 18 leyes secundarias que se requieren y con una elección incierta hasta junio del año próximo, no tendremos un sistema de justicia funcionando durante meses, habrá un vacío de consecuencias insondables en muchos sentidos, desde los individuales hasta los colectivos, desde los civiles hasta los empresariales.
Tampoco es verdad que lo que propone Biden se parece a lo que está por votarse en el congreso mexicano. Biden lo que quiere es que los ministros de la Corte Suprema estadounidense no tengan esos cargos a perpetuidad, como ahora lo tienen, sino por un periodo determinado de tiempo, unos 12 años. Quiere que haya un código ético obligatorio para sus miembros y ampliar la Corte (exactamente lo contrario de lo que quiere AMLO). No tiene nada que ver con lo propuesto en nuestro congreso.
Pero no sólo eso: nuestros convenios internacionales, como el TMEC, el más importante de ellos, establecen normas que son de carácter obligatoria (y los tratados como el TMEC tienen el mismo nivel que la constitución en esos temas) y por ende son convenios que ponen límites a la soberanía (un concepto que en la actualidad tiene connotaciones diferentes de las que tuvo en el siglo pasado o antepasado, como lo interpreta el presidente López Obrador), como la existencia de instancias regulatorias autónomas en ámbitos energéticos, de competencia, de telecomunicaciones y muchos otros, que deben ser respetados y que explican porqué se conformaron las mismas en nuestros país.
Desaparecerles viola el Tratado. También lo viola no contar con un sistema de justicia autónomo y confiable. En economías tan integradas como las que tenemos con Estados Unidos y Canadá no podemos jugar cambiando las reglas unilateralmente sin esperar en respuesta reacciones similares. Si se implementa la reforma como está planteada, nuestros socios tomarán medidas, algunas inmediatas, pero sobre todo cuando se haga la revisión del TMEC, que iniciará en 2025 y que finalizará en 2026. Y simplemente pueden abrogarlo. Olvidémonos entonces del nearshoring que el país estaría en capacidad de generar.
No se entiende porque no hay una comprensión en Palacio Nacional del mundo actual. Porque tenemos un presidente que no viaja, que no lee la prensa internacional, que no tiene interlocución cotidiana con otros mandatarios, que cree que la comunicación actual entre naciones y gobiernos se hace enviando cartas. Es como en aquel chiste donde un conductor que va en sentido contrario en una autopista al escuchar la noticia por radio exclama asombrado, que no es uno, son miles.