Las noticias del fin de semana reflejan la verdadera herencia que deja el presidente López Obrador después de seis años. En Sinaloa, destino al que fue por enésima vez, ofreció un discurso que describió con singular transparencia su política de seguridad: vehemente, enojado, aseguró que hasta hace dos meses todo estaba tranquilo y que todo se descompuso por una acción realizada desde el exterior.
Se refería, por supuesto, a la operación mediante la cual el Mayo Zambada y Joaquín Guzmán López terminaron en detenidos en Estados Unidos, operación de la que el gobierno sigue sin tener información sobre lo realmente sucedido.
No sé qué entiende el presidente López Obrador por tranquilidad: en esos años que el presidente escribe como tranquilos, hubo 200 mil asesinados, y poco más de 51 mil desaparecidos que en su mayoría se deben sumar a esa estadística; los grupos criminales gracias a esa “tranquilidad” se apoderaron de vastos territorios del país, incluyendo parte de nuestra frontera sur; la extorsión se convirtió en un modo de vida y de operación para los criminales que la implementan y para ciudadanos y empresas que la sufren.
La extorsión además de ser el crimen más extendido es la fuerza que impulsa muchas de las ejecuciones. Pero también esa tranquilidad de la que habla el presidente es la que le permitió a los grupos criminales desarrollar como nunca sus redes para inundar Estados Unidos de fentanilo y drogas sintéticas, para dejar en ese país cien mil muertos al año, para establecer redes de operación y lavado de dinero con China y para comprar armas con las que fortalecerse en México. Eso es lo que entiende por tranquilidad el presidente López Obrador. Por eso estamos en la mayor crisis de seguridad pública desde la revolución.
Al mismo tiempo, las primeras planas mostraban, nuevamente, a Acapulco bajo las aguas, destruyendo con las inundaciones provocadas por John los avances en reconstrucción luego de los vientos terribles de Otis, obligando a la administración de Claudia Sheinbaum y al gobierno de Evelyn Salgado a poner en marcha, ahora sí, un verdadero plan de reconstrucción de Acapulco. En esta ocasión sí hubo mayor preparación y mayores medidas de contingencia pero nuevamente el fenómeno fue brutal.
Hay que implementar lo que las autoridades, federales y estatales ya tienen en sus manos, un plan de remodelación urbana completo en el puerto, hay que modificar el modelo de desarrollo y erradicar su mayor lacra: los grupos criminales que se han multiplicado desde Otis. Para eso los nuevos cuarteles de la Guardia Nacional son imprescindibles.
¿Por qué no se pudo avanzar más en Acapulco?. Por muchas razones, algunas de ellas complejas, pero otras muy simples: el presidente López Obrador durante este sexenio no fue a ninguna zona del país que sufriera desastres naturales porque quería cuidar “la investidura presidencial”, en otras palabras para no sufrir el enojo de los pobladores. Tuvo tiempo para ir a saludar a la mamá del Chapo y más de una vez, pero ni una para acercarse a los damnificados de Acapulco, para escucharlos, para ver qué necesitaban y también, porque para eso está, para oír su indignación.
Esa distancia del presidente con la gente más lastimada en el país es lo que no se puede volver a repetir. La cercanía con el pueblo no se da hablando en las mañaneras sino estando con él en los momentos de mayor necesidad, y ni en una sola ocasión el presidente López Obrador estuvo con damnificados por desastres naturales.
La administración saliente mantuvo una cierta disciplina económica que se agradece, pero lo hizo sacrificando el crecimiento, el más bajo de los últimos 36 años, apenas un 0.8 por ciento (el presidente prometió que sería, para estas fechas, de entre 4 y 6 por ciento), aumentando a niveles peligrosos la deuda, asumiendo obras faraónicas que no resolvieron problemas reales y maniataron el presupuesto para su sucesora. En el camino se gastaron los fondos de contingencia y todos los ahorros que pudiera tener el Estado.
Se salvó la situación con los recursos entregados, sin demasiado control, en apoyos sociales y gracias a las remesas que envían nuestros paisanos desde Estados Unidos que suman unos 65 mil millones de dólares al año, el doble de los apoyos sociales.
Estados Unidos, que se ha convertido en nuestro principales socio comercial (y nosotros de ellos) y con ellos el presidente López Obrador termina peleado y distanciado, igual que con nuestro segundo socio comercial, España, en este caso por rencores y traumas mucho más personales que diplomáticos. Nunca una toma de posesión tuvo tan pocos y tan poco significativos mandatarios presentes: ese es el reflejo de una política exterior errática, intervencionista y marcada por la personalidad de un mandatario cuyo corazón está con los mandatarios autoritarios, no con las democracias.
Se va el presidente más popular de las últimas décadas, tan popular como ineficiente, el que dedicó más del 7 por ciento de estos seis años a las mañaneras, en las que dijo 148 mil 200 mentiras y donde se ensañó, sobre todo, con medios, periodistas, algunos empresarios, mientras otros, apoyados en la cercanía, se volvieron sorpresivamente ricos.
Ya dejemos de hablar de López Obrador que dice que se retira pero que no, que mejor se queda un tiempo a “aclimatarse”. Empecemos a reseñar la era de Claudia Sheinbaum, que a partir de este martes nos tiene que comenzar a demostrar quién es realmente la mujer que llevará, por primera vez en la historia de nuestros país, la banda presidencial sobre su pecho.