La última vez que un presidente tuvo una hegemonía política tan marcada en el congreso, el poder judicial y los gobiernos estatales y municipales fue con Carlos Salinas de Gortari, sobre todo en la segunda mitad de su mandato, luego de que ganara en forma abrumadora las elecciones intermedias de 1991 (ganó 291 de los 300 distritos en disputa). Durante aquellos años se mantuvo un acuerdo de fondo con el PAN, fortalecido con los compromisos que se asumieron en la negociación del TLC que permitieron reformas de fondo y lograron cambios políticos y constitucionales importantes.
Parte de ese proceso se hizo deshaciéndose de gobernadores que eran intransitables para el mismo (se cambió a 19 de los 32 gobernadores y en varios casos llegaron panistas al poder). Lo llamaron peyorativamente concertacesiones, pero olvidan que las mismas fueron las que abrieron el camino hacia un sistema pluralista y posteriormente a la alternancia en el poder. Se usaron poderes metaconstitucionales para ello, sí, pero son los que otorga la propia constitución.
Todo eso viene a cuento porque nuevamente, 30 años después, la presidenta Sheinbaum se encuentra en un dilema similar: más temprano o más tarde tendrá que comenzar a deshacerse de funcionarios, legisladores, gobernadores heredados y que más allá de sus propias problemáticas, han terminado convirtiéndose en un peso intransitable para su propio proyecto.
Lo que sucede en Tabasco es un ejemplo clarísimo de ello. La tierra de López Obrador es un estado absolutamente controlado por Morena, la oposición hace años que allí no existe. En las últimas elecciones tuvieron el 80 por ciento de los votos y ahí vive, en Palenque, el propio López Obrador. Tabasco es un desastre, en todos los sentidos y sobre todo en seguridad. El actual gobernador Javier May, ex director del FONATUR y de la construcción del Tren Maya, acusa a sus antecesores, Adán Augusto López, hoy líder de Morena en el senado y Carlos Merino (que reemplazó a Adán Augusto cuando éste se fue a Gobernación) de haber permitido el ingreso del crimen organizado en el estado y dice que el que fuera el secretario de seguridad pública de ambos, Hernán Bermúdez Requena, no sólo estaba ligado con el narcotráfico sino que era el líder de uno de los cárteles enfrentados en el estado, el llamado La Barredora, con relaciones con el cártel de Sinaloa y en plena lucha con el Cártel Tabasco Nueva Generación, una franquicia del CJNG.
Esa lucha se ha incrementado por varios negocios que trascienden el tema de las drogas: por una parte, el tráfico de migrantes, que en parte manejan esos grupos con todos sus negocios colaterales (la extorsión, la trata, entre ellos), y por la otra parte el huachicol, que aumentó nada más y nada menos que el mil 95 por ciento durante los años en que Morena ha gobernado el estado. Este viernes, la indignación ciudadana se desbordó con el secuestro y asesinato del respetado periodista y catedrático Alejandro Gallegos, un crimen que tuvo una respuesta lamentable de la fiscalía estatal, negando, antes de investigar, que estuviera relacionada con su actividad profesional. El domingo, Morena organizó una manifestación para reclamar por la seguridad en el estado que ellos mismos gobiernan sin oposición, marcha que terminó siendo de apoyo al gobernador May y en contra de los funcionarios “del pasado”, que son los del mismo partido.
Como en pocos casos se ha identificado con tanta claridad, y desde el mismo poder, un conflicto donde la lucha entre dos cárteles, la barredora y el CTNG, se identificara con una lucha política interna del oficialismo: entre el grupo de Javier May, donde participa (aunque sea por aquello de que los enemigos de mis enemigos son mis amigos) también el ex director de Pemex y ahora del INFONAVIT, Octavio Romero Oropeza, contra Adán Augusto y su sucesor, Carlos Merino, ahora director general de Aeropuertos y Servicios Auxiliares.
No sé qué decisión tomará con todos ellos la presidenta Sheinbaum pero es una situación intransitable, no sólo por el enfrentamiento sino incluso por las denuncias de hipotéticos delitos y complicidades y la forma en que ello deteriora la vida en el estado, lo que se traslada al plano federal por la coyuntura y por las posiciones que ocupan todos estos personajes.
Algo similar sucede en Sinaloa, donde existen profundas diferencias internas y también en el gobierno local y federal respecto al futuro de la entidad, las que se pusieron de manifiesto en forma transparente durante con las manifestaciones de la semana pasada. Sucede en Veracruz donde la gobernadora Rocío Nahle ha decidido darle luz verde a las innumerables acusaciones en contra de su antecesor, Cuitláhuac García, convertido por una decisión incomprensible en el responsable del CENEGAS, una empresa estratégica para la energía en el país. O con Cuauhtémoc Blanco también investigado por su sucesora, Margarita González Saravia en Morelos. O en Oaxaca, con Salomón Jara, que acumula disconformidades y divisiones internas y que tiene su propio enfrentamiento con otros grupos de Morena y con su antecesor Alejandro Murat, premiado con una senaduría por Morena por haber perdido estruendosamente su estado siendo gobernador, se supone, del PRI. Y lo mismo se repite en muchos otros estados y espacios de poder.
Siempre, en todos los gobiernos, hay diferencias internas y corrientes encontradas, pero cuando éstas se cruzan con acusaciones de complicidad criminal y corrupción, cuando ponen en riesgo los principales proyectos de un gobierno, la presidencia debe usar su poder, ese poder metaconstitucional del que antes se hablaba, para poner orden en los suyos y demostrar quién lo ejerce.