El ser humano que atestiguó el horror de la dictadura, para luego defender la ternura y el camino a la unión
La primera vez que supe de Jorge Bergoglio fue en los primeros días de enero de 1977, cuando la madre de Ana María, mi pareja entonces, Esther Ballestrino de Careaga, nos habló de un sacerdote, el provincial de los jesuitas en Buenos Aires, que era su amigo.
Esther era una mujer marxista, una luchadora que había dejado su natal Paraguay como asilada política. Era bioquímica y al llegar a Buenos Aires había dirigido un laboratorio de productos cosméticos. Allí comenzó a trabajar un joven con el que hizo amistad, un muchacho relativamente culto, serio, pero al que le gustaba leer, el cine, el futbol, el tango y que también estaba en duda entre seguir su vocación religiosa y entrar al seminario o seguir una vida normal, estudiando, formando una familia. Era Jorge Bergoglio y tenía entonces 16 años.
Esther le regalaba libros, le recomendaba autores, le proponía actividades. Fue Esther la que lo convenció de que si su verdadero anhelo era el sacerdocio debía seguir ese llamado, aunque sacrificara todo lo demás. Así lo hizo el joven Bergoglio que mantuvo su amistad con Esther toda su vida, hasta que a ella, en diciembre de 1977, la secuestraron, torturaron y mataron tirándola desde un avión viva al mar durante la dictadura militar argentina.
Él era entonces provincial de los jesuitas en Buenos Aires, ella una fundadora de las Madres de Plaza de Mayo. Antes había ayudado a que nos casáramos en plena clandestinidad con Ana María, que entonces tenía apenas 16 años y estaba embarazada: nos casó un jesuita que era parte de su equipo. Unas semanas después, Ana María fue secuestrada, ingresada en un campo de concentración y liberada cuatro meses después en parte por las gestiones que hicimos, sobre todo Esther, y que fueron desde Jimmy Carter hasta el propio Bergoglio.
Volvimos a ver a Bergoglio, junto con Bibiana y mi hija Ana, que había nacido en Suecia casi el mismo día en que su abuela Esther era secuestrada y asesinada, el pasado 7 de agosto en su pequeño departamento en Santa Marta (apenas 90 metros cuadrados), en Roma, cuando ya era el papa Francisco. Yo no era creyente cuando lo conocimos en 1977 y no lo soy ahora. Pero entonces y ahora me sorprendió la sencillez, lo afable, el encuentro con un hombre con enorme poder espiritual (y político) que nos recibió como un abuelito que se encuentra con sus nietos, sin ninguna formalidad, saludándonos de mano y abrazo, fomenta el tuteo. Ese día quería hablar sobre todo de su amiga Esther, la abuela de mi hija Ana y la madre de Ana María Careaga, mi primera esposa, que ahora es una reconocida psicóloga y la directora de Instituto de Estudios de Derechos Humanos de la Universidad Atlántida.
En cuanto llegamos, Francisco, nos recordó como conoció a Esther y nos dice que fue la mujer que le enseñó a pensar, y sobre todo a pensar políticamente.
Cuando muchos años después, en 2005, fueron encontrados los restos de Esther y algunas de las otras madres secuestradas aquel 8 de diciembre de 1977 (habían sido arrojadas vivas desde un avión al mar y las corrientes las llevaron a la orilla, donde los pobladores las enterraron en una fosa común), Bergoglio ya era el cardenal de Buenos Aires y autorizó, en un gesto inédito, que sus restos descansaran en la Iglesia de la Santa Cruz, donde habían sido secuestradas y como dijo, ese día de agosto Francisco, donde habían visto por última vez la libertad.
La cúpula de la iglesia argentina en aquellos años terribles fue en ocasiones cómplice y en otros indiferente ante la represión, la muerte, la tortura, las desapariciones. Bergoglio, como muchos otros sacerdotes jóvenes, estaba muy alejado de esa cúpula eclesiástica. Como provincial de los jesuitas le llegaban los informes de los desaparecidos, asesinados, torturados. En el seminario de San Miguel, su sede, comenzó a refugiar, a esconder a personas perseguidas.
Ese día de agosto en Roma nos cuenta que se había enterado de la detención de un joven vecino, trabajador, casado, con dos hijas pequeñas y que estaba seguro que lo habían llevado a un cuartel cercano de la fuerza aérea. Pidió verlo. Le dijeron que no estaba allí. Habló con el jefe de guardia que le pareció, nos decía, “un hombre bueno”, le volvió a decir que estaba seguro de que el detenido estaba ahí y que sabía que ese hombre ahora estaba viviendo un infierno, pero que todos los que se lo habían llevado si no lo regresaban terminarían también en el infierno. El guardia de seguridad lo buscó en secreto. Le dijo que esa noche a cierta hora y lugar, le entregarían al detenido. Esa noche desde un coche en movimiento lo arrojaron a la calle, herido, torturado pero vivo. Lo ingresaron al hospital italiano y Bergoglio le pidió al consulado de Italia que lo hiciera salir del país con su familia. Como los aeropuertos estaban controlados, salió en un barco de carga rumbo a Italia. Ahora vive en el norte de Roma y visitaba al pontífice con regularidad.
En agosto cuando nos recibió Francisco, le indignaba que un grupo de diputados, cercanos a la vicepresidenta de Argentina, Victoria Villarruel, una negacionista de la dictadura, hubiera ido a visitar a los represores y torturadores que están cumpliendo cadena perpetua por delitos de lesa humanidad en una cárcel de baja seguridad en Ezeiza, cerca de Buenos Aires. Entre ellos está Alfredo Astiz, el marino que se infiltró entre los grupos de madres de Plaza de Mayo, diciendo que estaba buscando a su hermana desaparecida, y que fue quien señaló a las madres que debían secuestrar (entre ellas Esther) y a dos monjas francesas. Astiz participó activamente en sus torturas y vejaciones hasta que fueron asesinadas.
El Papa nos dijo que no lo comprendía. Nos contó la historia de un sacerdote que se convirtió en capellán del ejército y participó en las torturas de los detenidos. Terminada la dictadura fue detenido y condenado. Años después fue dejado en libertad y pidió vivir en el asilo de sacerdotes retirados. Francisco lo prohibió, ese hombre al que calificó de terrorífico, no podía ser un hombre de la Iglesia.
Le dije entonces que Borges aseguraba que no se debe hablar de venganzas ni perdones, que el olvido es la única venganza y el único perdón, pero que Milán Kundera decía que la historia es la lucha de la memoria contra el olvido. El olvido, el perdón, me dijo Francisco, puede ser algo individual pero la memoria siempre debe permanecer. Le preguntamos si el perdón no es la esencia de la Iglesia. Duda, dice que a veces, pero que para las sociedades es muy difícil perdonar, y que siempre se deben recordar este tipo de hechos para no repetirlos.
Nos habló de la importancia del diálogo para acabar con la polarización y con la ignorancia. Valoraba, por sobre todas las cosas, el diálogo, el intercambio de ideas, la bondad intrínseca de las personas, decía que el diálogo es lo único que puede romper la polarización y que por eso es siempre tan importante impulsarlo.
Nos habla aquel día de la violencia en México y de cómo crecen los niños, esos niños que no tienen nada pero que sobre todo no conocen lo que es el cariño, la ternura, que cuando se los quiere acariciar responden con un golpe, nos dijo que de esos niños que no saben qué es la ternura es de donde nacen los criminales, los sicarios, y que falta mucho por hacer en ese sentido. Tenía fe en México porque, como decía, un poco en broma, mucho en serio, que en nuestro país unos son católicos y otros son ateos, pero que todos son guadalupanos, y esa es una base de unión.
Nos pidió que, sobre todo, no olvidemos la alegría. Francisco, aquel Bergoglio que conocí en mi primera juventud, nunca la perdió, nunca abandonó la alegría, la sencillez, la humanidad, su sentido de la justicia y de una vida generosa con todos. Tampoco olvidó nunca las lealtades y las convicciones que siempre lo acompañaron, desde aquella lejana Buenos Aires hasta la Roma eterna donde concluyó su travesía.