18-07-2019 Para mi madre, Lidia, por sus incomparables 88 años.
La condena de Joaquín el Chapo Guzmán, no es el capítulo final de una saga que ha cubierto de sangre nuestro país. Habrá sucesores y epígonos que seguirán su huella. Más allá de series, libros, fábulas y romances, verídicos o no, lo cierto es que Guzmán Loera se convirtió en uno de los narcotraficantes más sanguinarios y uno de los responsables directos de la violencia que hemos vivido las dos últimas décadas.
Se impuso desde su origen a sangre y fuego. Su lucha por el control de territorios contra los Arellano Félix primero, y después en contra sus rivales al fugarse de Puente Grande en 2001, estuvo marcada por la sangre. Es verdad que quienes detonaron el grado de violencia que hemos vivido desde 2004 hasta hoy, fueron los Zetas, con sus tácticas paramilitares, tomadas de los kaibiles guatemaltecos que entrenaron a muchos de sus hombres, pero el Chapo respondió de la misma manera, incorporando a su vez a pandillas que pasaron a operar extorsionando, robando, secuestrando, para controlar así territorios y fijar en los mismos a sus enemigos y a las fuerzas de seguridad.
El Chapo rompió con los sucesores de Amado Carrillo con el asesinato de su hermano, Rodolfo, y su esposa, en Culiacán. Más tarde rompió con los Beltrán Leyva que habían sido una pieza fundamental de su propio esquema de seguridad durante años. Con unos y con otros, la razón de la ruptura fue la negativa del Chapo, del Mayo Zambada y del Azul Esparragoza, de compartir espacios de poder. Iniciada la guerra con el cártel de Juárez y luego con los Beltrán Leyva, que lo acusaron de haber entregado a las autoridades a uno de sus hermanos, apodado el Mochomo, sus adversarios se unieron, se sumaron a los Zetas y a los restos de los Arellano Félix, para declarar una guerra que nos ha costado más de cien mil muertos.
No fue la guerra de Calderón o como se la quiera llamar: fue la guerra de los cárteles. Por una parte el de Sinaloa, con el Chapo, el Mayo y el Azul, con sus numerosos aliados, como Nacho Coronel (después también alejado del cártel, muerto y reemplazado por lo que ahora conocemos como el Cártel Jalisco Nueva Generación) e incluso la fracción del cártel del Golfo que rompe con los Zetas, y por el otro los Zetas, Juárez, los Beltrán Leyva y lo que quedaba de los Arellano Félix. Todos ellos reclutando desertores de las policías y militares, todos alimentando y dando armas y drogas a cuantas pandillas urbanas pudieran conquistar, convirtiendo a adolescentes en sicarios para acabar con sus adversarios.
Fue, es, una guerra en la que no hubo tregua y en la que la violencia creció geométricamente. Una guerra en la que el tema ya no era, necesariamente, el colocar las drogas al otro lado de la frontera. Era necesario, por el terror, controlar territorios, rutas, espacios. La estrategia era fijar a las fuerzas de seguridad en el combate de la inseguridad cotidiana, para de esa forma tener mayor control para expandir su verdadero negocio.
Era, es, una guerra que se financia con el robo, el secuestro, la extorsión de las comunidades donde se asientan los grupos criminales. Era, es, una guerra donde las víctimas trascienden el solo enfrentamiento entre cárteles.
Una guerra donde se demostró que no había fuerzas de seguridad locales que estuvieran, salvo alguna que otra honrosa excepción, en capacidad de enfrentarse al monstruo que esos capos de la droga habían creado. En la mayoría de los casos, esas mismas fuerzas de seguridad quedaron atrapadas en medio de viejas complicidades que los convertían en objetivos y, a ellos también, en víctimas.
No se puede entender el México de hoy y los desafíos en seguridad sin comprender ese escenario, sin hacer el diagnóstico correcto. En la estrategia de seguridad de los gobiernos anteriores por supuesto que se cometieron errores y es verdad que no supieron estar preparados para la magnitud del desafío que esa guerra entre cárteles generó. Pero tampoco nos engañemos: la lucha contra los cárteles no ha sido una guerra, como se ha dicho, “del pueblo contra el pueblo”, fue una lucha del Estado contra quienes lo desafiaban hasta intentar convertirlo en una entelequia. Una lucha, por cierto, que ha tenido miles de víctimas en soldados, marinos, policías, ministerios públicos e incluso jueces, que paradójicamente el propio Estado no honra.
El Chapo Guzmán no fue peor en esa lucha que otros que han recibido condenas mucho más benignas por el extraño sistema judicial estadounidense, como Osiel Cárdenas, por ejemplo. Pero lo que nos debería avergonzar como nación es que esa condena ejemplificadora contra el Chapo se haya tenido que dar en otro país. Que estando detenido se haya fugado dos veces antes de tener una condena en su contra.
Pensar que se puede recuperar la paz sin hacer justicia es una utopía. Qué bueno que personajes como el Chapo terminen pagando por sus delitos, aunque sea en EU. Qué pena que no fuéramos capaces de hacer justicia en nuestro país.