La caída de Allende era el capítulo final de una conspiración que había comenzado desde el propio triunfo electoral de Salvador Allende con el asesinato del general Schneider y que había tenido una participación directa del gobierno estadounidense, encabezado entonces por Richard Nixon, un golpe planeado por el equipo del entonces secretario de Estado, Henry Kissinger y financiado por importantes empresas internacionales, entre ellas la telefónica ATT. Fue también el eslabón inicial de una larga cadena de golpes de estado similares que derrocaron en unos pocos meses los gobiernos civiles de Uruguay, Bolivia y Argentina.
Fueron actos terroristas, de terrorismo de Estado: las víctimas se contaron por miles en todos esos países, la muerte, la tortura, las desapariciones forzadas fueron la norma de una política conciente de aniquilación que uno de sus participantes (el entonces general argentino Díaz Bessone) describió con crudeza y frialdad en una entrevista con la televisión francesa: no podíamos, explicó, fusilar 30 mil personas, era mejor desaparecerlos; no podíamos obtener información por vías legítimas, reconoció, había que torturar a los detenidos para obtenerla.
Me pregunto si los golpes de Chile, de Argentina, de Uruguay, entre otros se hubieran podido perpetrar con la saña y la impunidad con que lo hicieron sus autores, en el mundo actual, con las comunicaciones actuales. Estoy convencido de que sería mucho más difícil para quienes los encabezaron haber tenido éxito, pero sobre todo para quienes los prohijaron y los financiaron haber quedado, como han quedado, impunes. Las dictaduras fueron justificadas por la razón de Estado en el contexto de la guerra fría. Esa fue una coartada, una máscara: lo que hubo, hay que llamarlo por su nombre, fue una orgía de sangre y represión para mantener privilegios económicos y políticos. Nada más.
11 de septiembre, Nueva York, 2001.- Nunca se había visto nada similar. Primero una de las Torres Gemelas, del famosísimo WTC de Nueva York, estaba en llamas, la versión inicial hablaba de un pequeño avión que se había estrellado contra ella. Minutos después y cuando aún no se salía del estupor, se veía, ahora sí con toda claridad y en transmisión televisiva mundial, que un avión que avanzaba en vuelo rasante sobre la ciudad se estrellaba contra la otra torre. En ese momento no quedó duda alguna: se trataba del mayor acto terrorista de la historia, del más espectacular y del que mayor número de víctimas había causado en un solo evento. Acababa esa mañana soleada de septiembre no sólo con la vida de unas tres mil personas sino también con todo un momento de la historia contemporánea: el mundo ya no sería el mismo y no sería mejor.
La identidad de los terroristas tampoco tardaría demasiado en descubrirse: era la red Al Qaeda, que estaba encabezada por un millonario de origen saudita, Osama Bin Laden, cuya familia, durante años, había mantenido negocios enormes con Estados Unidos y con la propia familia Bush.
En torno a ese ataque hubo innmerables intereses que convergieron, que estaban dispuestos a ir a una guerra. Hay quienes creen que la negligencia y falta de coordinación con la que actuaron las agencias de inteligencia estadounidenses pudo ser no sólo consecuencia de un mal diseño institucional, sino también algo inducido. Se tuvo a la mano todos los elementos como para poder evitar, con una labor de inteligencia eficiente, que ese terrible acto de terrorismo se cometiera. Pero nadie actuó a tiempo para impedirlo. Antes y después, se impuso la irresponsabilidad pero también la ideología, el sentido de negocios y de oportunidad por sobre la seguridad interior y nacional.
Me pregunto si, como país, como sociedad, hemos aprendido algo de esas experiencias históricas. Creo que no.