28-09-2020 El informe presentado por la fiscalía especial del caso Ayotzinapa resulta vergonzosamente vago y está empeñado en desmentir la llamada verdad histórica pero no logra ni siquiera establecer una narrativa alternativa a los hechos. Al contrario, en sus puntos centrales, la actual investigación sigue estando a años luz de la realizada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, cuando la encabezaba Luis Raúl González Pérez, he incluso de la que realizamos en el libro La Noche de Iguala (Cal y Arena, 2018).
Ayer mismo el presidente López Obrador volvió a reiterar que fue un crimen de Estado. No es verdad. Fue un crimen cometido por bandas de narcotraficantes coludidos con autoridades municipales. Anunció que libró orden de aprehensión contra 24 militares. No tiene sentido, es simplemente una injusticia destinada a alimentar la tesis, que no ha tenido en seis años una sola prueba que la sustente, de que hubo participación militar esa noche.
En el batallón de Iguala el 26 de septiembre de 2014 había en total 89 elementos. De esos, 20 salieron a atender un incidente a varios kilómetros de la ciudad, de un incendio en un tráiler, y regresaron hasta bien entrada la noche al cuartel. Quedaron 69 elementos, de los cuales por lo menos la mitad siempre deben quedar dentro del cuartel para garantizar medidas de seguridad. Luego de que se dieron los enfrentamientos en Iguala, un grupo de unos 20 hizo recorridos por la ciudad. Fueron los que se encontraron a varios de los muchachos en un hospital privado. Pidieron para ellos dos ambulancias y constataron que había a pocos metros de allí unos cuerpos. Conocían de los incidentes, en parte porque la policía municipal había decomisado la motocicleta de uno de sus integrantes y la reclamaron a las autoridades locales.
Hay que recordar que, hasta ese momento, los jóvenes estaban detenidos por la policía municipal en las instalaciones municipales. Algo que no escapaba a las atribuciones de esa fuerza pública porque efectivamente había habido robos, desmanes y enfrentamientos, incluso con muertos, esa misma noche. El ejército o la policía federal no se encargan de casos de seguridad pública salvo que les sea ordenado específicamente y eso no ocurrió, como no había ocurrido en los muchos incidentes previos entre estudiantes de Ayotzinapa y las autoridades de Iguala, incluyendo el incendio del palacio municipal meses antes.
A esa hora está comprobado, tanto por el testimonio de los sicarios detenidos como por las comunicaciones intervenidas por la DEA entre los integrantes de Guerreros Unidos en Chicago con sus líderes en Chilpancingo e Iguala, que los narcotraficantes (y por ende sus empleados, los policías municipales de Iguala y otro municipios cercanos) estaban convencidos de que lo que había era un ataque de los Rojos, encubierto en la movilización de los jóvenes contra los jefes de plaza de Guerreros Unidos (un ataque que efectivamente se produjo en un taller mecánico de Iguala esa misma noche).
Ni el ejército ni la policía federal intervinieron en los hechos de esa noche porque no era su atribución y legalmente, si le hubiera sido solicitada tendrían que haber apoyado a las policías municipales, la fuerza pública responsable. Pero no intervinieron porque no se les solicitó.
Insistimos, los jóvenes de Ayotzinapa fueron secuestrados por policías municipales y entregados por estos a sicarios del cártel Guerreros Unidos. Fueron asesinados y unos 19 de ellos incinerados en el basurero de Cocula, otros restos fueron encontrados a apenas unos centenares de metros de allí. Los narcotraficantes pensaban que los jóvenes eran parte de un ataque del cártel de Los Rojos contra su plaza. Las autoridades de Iguala, Cocula y otros municipios estaban coludidas con el narcotráfico. También algunas autoridades estatales, así como algunos estudiantes y dirigentes de la propia Normal, algo que la investigación de la fiscalía especial se niega sistemáticamente a asumir. La gran mayoría de los jóvenes asesinados, de primer ingreso, fueron sacrificados sin siquiera saber por qué perdían la vida. El exterminio de los jóvenes no fue diferente a la forma en que han actuados estos grupos criminales antes y después de la noche de Iguala, el 26 de septiembre de 2014. Los asesinos materiales e intelectuales han reconocido su crimen, la forma y las circunstancias en que se cometió, aunque han sido absurdamente dejados en libertad.
El asesinato de los jóvenes de Ayotzinapa es uno de los eventos más crueles que hemos sufrido, consecuencia de la corrupción, la violencia y la impunidad con que actúan las fuerzas del crimen organizado y de su complicidad con autoridades municipales y estatales.
Alegar que fue “el Estado” el responsable de esos crímenes injustificables es una forma de asumirse como cómplice de los criminales, otorgarles una coartada para quedar impunes y alejar, cada día más, la posibilidad de hacer justicia. Una justicia que esos jóvenes sacrificados por el crimen merecen y que no se les puede negar.