11-08-2021 Las amenazas divulgadas en redes, supuestamente por el Cártel Jalisco Nueva Generación, en contra de la colega Azucena Uresti (a la que le reiteramos nuestra amistad, solidaridad y reconocimiento por su trabajo) no deben tomarse como un hecho aislado, ajeno a lo que se vive en buena parte del país.
Todos los periodistas que hemos trabajado temas de seguridad a lo largo de los años hemos recibido, en uno u otro momento, algún tipo de amenazas, pero éstas casi siempre habían sido privadas. Los que trabajamos en la ciudad de México y en medios nacionales contamos además con espacios de protección mucho mayores que los colegas que lo hacen en los estados y en el ámbito local, lo que los deja mucho más expuestos: el dato cierto, duro, es que unos 45 periodistas, todos de medios locales, han sido asesinados en lo que va del sexenio y prácticamente ninguno de esos casos han sido resueltos, prácticamente todos han quedado en la impunidad. Y en los pocos casos en los que han sido detenidos los responsables materiales, la justicia no ha alcanzado a los responsables intelectuales. Está muy bien y se agradece que ayer el presidente López Obrador se haya comprometido a preservar la seguridad de Azucena y de los medios amenazados, pero eso no alcanza mientras persista la impunidad en muchos otros crímenes.
En esta amenaza hay componentes nuevos, que deben ser puntualmente señalados. Lo primero es la forma pública, arrogante, manifiesta, con que se realizan. No sabemos si fue efectivamente el CJNG o no, pero lo cierto es que nunca antes habíamos visto amenazar a medios y comunicadores en forma tan abierta.
Eso es consecuencia directa de dos fenómenos. Para empezar algo que hemos señalado muchas veces: la no estrategia de seguridad que implementa el gobierno federal, sin enfrentar a los grupos criminales, de abrazos y no balazos, sólo conteniendo, ha disparado la inseguridad y la violencia, pero sobre todo ha empoderado a los criminales, que hoy se atreven a hacer cosas que no hubieran hecho en el pasado, desde organizar desfiles con carros camuflados y armas de alto poder por las calles de cualquier ciudad, hasta imponer condiciones en muchas comunidades del país, donde esos personajes se han convertido en amos y señores. Desde patrocinar abiertamente grupos armados hasta atacar a fuerzas federales y robarles armas y equipo táctico, y que casi todo ello no tenga respuesta de las autoridades. Desde asesinar a familias completas como sucedió con los Le Baron hasta matar funcionarios retirados y en activo, a ex gobernadores u organizar atentados como el que cometieron contra el secretario de seguridad de la ciudad de México, Omar García Harfuch, en plena capital del país. Sin pueden hacer eso y mucho más sin sufrir repercusiones, ¿por qué no amenazar a periodistas y medios porque no les gusta la cobertura que reciben?.
Pero a ese empoderamiento criminal hay que sumarle la constante estigmatización que se hace de medios y comunicadores desde los más altos (y más bajos) espacios de poder. No hay día sin ataques a medios, sin descalificaciones a periodistas, sin que una nota o un comentario que se considere crítico no sufra una coordinada y nada espontánea ola de ataques en redes sociales, casi siempre recurriendo sólo a la descalificación y el agravio, ignorando el debate, ajenos a cualquier idea.
Es en ese clima que permea el ambiente político y social, en el que los grupos criminales se permiten hacer este tipo de amenazas. Si desde distintos ámbitos de poder, público o no, se puede descalificar, injuriar, estigmatizar, porqué no podrían hacerlo estos grupos y personajes criminales, que se sienten con derecho a ejercer su poder porque efectivamente lo están ejerciendo en muchos lugares del país.
En los medios muchas veces nos equivocamos en la cobertura del fenómeno de la inseguridad, la violencia y sobre todo de los cárteles y el crimen organizado. No se termina de comprender, y eso termina siendo muchas veces incluso parte del discurso oficial, que aquí no hay un pueblo bueno luchando contra los malos. Los grupos de autodefensa que se han formado son, más allá de las intenciones de ciertas personalidades que los pueden integrar, grupos del crimen organizado creados para luchar contra sus rivales locales o que llegan de afuera. Así fue con la Familia Michoacana, con los Templarios, con las autodefensas originales y con las actuales: las de Michoacán, de los Pueblos Unidos (ligadas a los Cárteles Unidos) o las de Pentalhó en Chiapas o muchas otras que pululan como policías comunitarios o con otros membretes, incluso con respaldo oficial en Guerrero, Oaxaca y otros estados. En algunos pocos casos, esa aparición puede estar relacionada con la política (con organizaciones guerrilleras) pero en casi todos ellos la mano que mece la cuna es la del crimen organizado. Debemos entenderlo para no caer en esa trampa.
Pero el dato cierto es que más allá de equívocos que son parte de esta profesión, las amenazas que han sufrido Azucena, otros medios y colegas, parten de una realidad: de la combinación del creciente empoderamiento criminal alimentado por la estigmatización de medios y comunicadores desde el ámbito público. Y todo cubierto con un manto de impunidad.