12-08-2021 No puede dejar de llamar la atención la sucesión de visitas de muy alto nivel en el ámbito de la seguridad interna y nacional de los Estados Unidos que han llegado a México desde junio pasado.
Esta semana, después de la llamada del presidente López Obrador con la vicepresidenta Kamala Harris, estuvieron con el canciller Marcelo Ebrard el consejero de seguridad nacional, Jake Sullivan, y el secretario de seguridad interior de Estados Unidos, Alejandro Mayorkas. Antes habían estado, entre otros, el propio Mayorkas, la vicepresidenta Harris, los principales mandos de la CIA y también el jefe del comando norte de la defensa, Glen D. Vanherck.
Hay que insistir en un punto que no se suele comprender con claridad en México: para Estados Unidos somos parte, más allá del TMEC u otros acuerdos, de su política interior. Y para la administración Biden, que aún está construyendo su agenda con la región, pocas cosas, en la propia política interior, son más importantes que la migración y el control de la seguridad en su frontera sur. No hay tema en el que insista más la derecha republicana y el trumpismo, que en el migratorio que argumentan que está desbocado y pone en riesgo la seguridad y la salud de los estadounidenses. No es así, pero lo cierto es que la administración Biden no se puede dar el lujo de mantener vivo en la agenda un tema que a todas luces le daña electoralmente y que tampoco puede tener una solución sencilla y unilateral.
Los flujos migratorios están marcados por la necesidad y la crisis que viven los países centroamericanos y también México. Pero las agencias de seguridad de EU están convencidos de que esos flujos, ocasionados por la crisis, están manejados por el crimen organizado, con ramificaciones que nacen en distintas naciones centroamericanas y que en México manejan estructuras que están relacionadas con otros delitos, como el narcotráfico.
Lo que está sucediendo en Chiapas es paradigmático al respecto. Más allá de la prescindencia del gobierno local ante este y otros fenómenos, lo cierto es que el crimen organizado ya se hizo cargo de las rutas de tráfico de gente, desde la frontera sur a la norte, y en el camino no sólo mueven migrantes sino que también los secuestran, extorsionan, utilizan como carne de cañón, explotan sexualmente.
Hace tiempo que los polleros de antaño han dejado de tener el control de esas rutas que hoy están en manos de las principales organizaciones criminales. La violencia que se vive en Chiapas, sobre todo en los Altos y en la zona fronteriza está directamente ligada con la presencia de esos grupos. Un grado de violencia e inestabilidad que, desde hace meses, ya ha llevado a la advertencia de que podría estar gestando un nuevo estallido similar al de 1994, pero con nuevos componentes: en esta ocasión existen, como entonces, intereses políticos y grupos armados altamente ideologizados, pero el nuevo factor distorsionador es la disputa del crimen organizado en la zona con dos vertientes íntimamente unidas: el tráfico de drogas y el de personas.
En esa región los viejos grupos ligados al cártel de Sinaloa, al Chapo Guzmán, se han encontrado con la presencia de grupos en ocasiones afines, pero generacionalmente distintos, ligados a los Chapitos, y a la creciente incursión del Cártel Jalisco Nueva Generación. Lo que vimos en Pentalhó, es una expresión de ese fenómeno. El asesinato del fiscal para temas indígenas, Gregorio Pérez, o los ataques a miembros de la Guardia Nacional, una consecuencia del mismo.
Las autoridades estadounidenses de seguridad (y por supuesto también las mexicanas) saben que no pueden acabar con ese tipo de migración manejada por el crimen organizado sin romper las redes del mismo. Y no se pueden romper redes del crimen organizado sin enfrentarlo, sin unidades operativas y de inteligencia realmente dedicadas a ese combate (combate: conflicto destinado a establecer el dominio sobre un oponente, no hay otra forma de definirlo).
Eso es lo que se está discutiendo, negociando, y en ese camino se pueden y deben incluir muchas otros temas: desde la energía hasta las leyes laborales, desde los beneficios que puede tener México con el nuevo plan de infraestructura aprobado en el congreso estadounidense hasta las medidas de implementación del TMEC.
En ese camino, México tiene cartas que jugar pero también compromisos por cumplir. La actual estrategia de seguridad debe ser modificada porque así no se pueden romper las redes del crimen; si queremos alinear nuestra economía con el despegue estadounidense que propiciará el plan de infraestructura, tendremos que cambiar la política económica y realmente abrir el país a las inversiones y darles seguridad cotidiana, jurídica y laboral; en ese proceso se debe enmarcar la política energética, uno de los dos o tres componentes claves de cualquier proceso de integración económica y comercial con Estados Unidos y Canadá. Y esa política energética demanda el cumplimeitno de los acuerdos de París y de los firmados comercialmente por México... Y establecidos en nuestra Constitución.
La oportunidad es enorme y el trabajo que está haciendo la cancillería, en este sentido, encomiable. Pero esto no trata sólo de diplomacia, sino de alinear políticas y estrategias en un sentido único y coherente.