1.12.2021 El presidente López Obrador que inicia su cuarto año de gobierno, es diferente al que asumió en 2018. El poder cansa, desgasta y cambia, no siempre para bien. Es diferente su discurso, su capacidad de generar acuerdos, de impulsar políticas y programas. El Presidente López Obrador sigue siendo un político popular, con índices de aceptación que giran en torno al 60 por ciento, pero es un Presidente cuyas políticas y estrategias no tienen ese mismo nivel de aceptación. Esa distancia entre el hombre, en este caso el personaje, su realidad, su discurso y su capacidad real de implementación de objetivos, es lo que está transformando al primer mandatario, lo está encerrando y haciendo mucho menos accesible a las críticas, incluso de quienes han sido sus más cercanos.
El presidente López Obrados ha realizado once cambios en su equipo y prácticamente todos han implicado la llegada de funcionarios más identificados con las alas duras de su movimiento. Hay excepciones, como la de Adán Augusto López en Gobernación, pero es la excepción que confirma la regla. Ese endurecimiento se vio reflejado también en el inaudito ataque a Proceso y a la periodista Carmen Aristegui por un reportaje que reprodujeron, argumentando que los hijos del presidente podrían haber caído en una trama de tráfico de influencias en una empresa productora y comercializadora de chocolate en Tabasco.
Llamó profundamente la atención la magnitud del deslinde presidencial con medios y comunicadores que han sido siempre cercanos suyos y que simplemente presentaron un reportaje, bastante sólido por cierto, que de parte del mandatario tendría que haber tenido como respuesta, simplemente, la afirmación de que indagaría si había algo, mucho o nada de verdad en ello.
He leído Proceso casi toda mi vida, siempre he pensado que Julio Scherer García es uno de los dos o tres periodistas más importantes que ha tenido México en toda su historia. Con Proceso se puede estar de acuerdo o no, y ha tenido, como todos los medios, altibajos, pero calificarlo como un conservador que siempre ha estado al servicio de los poderosos, es sencillamente un sinsentido.
A Carmen Aristegui la conozco desde hace muchos años, hemos trabajado en distintos medios. Carmen y Javier Solórzano prologaron mi primer libro sobre temas de seguridad (Narcotráfico y Poder, 1997), hemos tenido, como todo el mundo, acuerdos y diferencias, hemos coincidido en algunos temas y en otros no, pero no se pude dudar de su profesionalismo ni tampoco, vaya paradoja, de la forma en que defendió durante muchos años la causa del presidente López Obrador. Que éste diga que nunca confió en ella es incomprensible.
Que el nuevo jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera, Pablo Gómez, descalifique a otro periodista respetable y que durante años ha mostrado simpatía por el movimiento que representa López Obrador, como Julio Hernández, Astillero, columnista de La Jornada, y que se queje en redes sociales de que el país no merece el periodismo que tenemos, es como para preguntarse si no es consciente del tamaño de la responsabilidad que acaba de asumir o si sigue pensando que es sólo un activista partidario.
Creo que todo este encono con los medios, los críticos, los opositores es en buena medida más un síntoma que la verdadera enfermedad. Esta la constituye la desesperación de ver que pasa el tiempo, que ya inició la segunda mitad del sexenio y las grandes transformaciones prometidas están muy lejos de ser realidad.
Con el tiempo se juzgara qué tan bueno o malo ha sido el gobierno del presidente López Obrador, pero lo terminaremos viendo como lo que siempre ha sido: un gobierno sexenal donde hubo buenas intenciones, errores de operación, donde el factor humano fue decisivo para avanzar o no en sus objetivos y donde la ideología boicoteó, obstaculizó, el pragmatismo necesario para acomodarse a un país y un mundo cambiante y complejo. El gran problema de esta administración es que sus aspiraciones, nada más y nada menos que la cuarta transformación del país, equiparar su gobierno a la gesta independentista, a Benito Juárez, a la Revolución , no se condice con un régimen democrático, donde lo que se imponen son los grises y los avances graduales.
En una carta que le escribió Antonio Machado a Juan de Mairena, el célebre poeta español decía, ya en medio de la guerra civil y como una suerte de reflexión sobre la República y sus líderes, “que muchas cosas que están mal por fuera, en realidad, están bien por dentro; que lo contrario (que lo que parece bien por fuera y está mal por dentro) también es frecuente; que no basta mover para renovar; que no basta renovar para mejorar; y que no hay nada que no sea absolutamente empeorable”. Han pasado casi cien años y todavía no se comprende.
El presidente López Obrador parece querer cerrar su sexenio endureciendo discurso y políticas. Espero equivocarme, porque por esa razón muchos de sus mejores colaboradores (más allá de cercanías personales) ya no están trabajando con él, y se quedan sólo los incondicionales que alimentan el clima de crispación porque es el único ambiente en el que pueden prosperar: cuando tienen que hacer política, administrar, concertar, buscar acuerdos y avanzar, son absolutamente incapaces de hacerlo. Al país no le sirve un Presidente solo y poco accesible. A los duros, sí.