27.05.2022 Un pequeño grupo de reporteros estábamos en Ginebra, mientras el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, con una nutrida comitiva en la que participaban, entre otros el jefe de la oficina de la presidencia, José Córdova Montoya y Jaime Serra Puche, secretario de Comercio, se trasladaban a Davos, donde el mandatario iba por primera vez al foro Económico Mundial que se realizaba en esa estación de esquí suiza.
Era febrero de 1990 y Salinas de Gortari iba a promocionar los cambios que estaba realizando México con el objeto de recibir inversiones internacionales en un mundo que se abría a la globalización. Unos meses atrás, en noviembre de 1989 había caído el muro de Berlín y estábamos en plena desarticulación del bloque socialista encabezado por la Unión Soviética.
Pero a muy poco de llegar a Davos, y después de algunas reuniones bilaterales (entonces, como hoy, eran muchos los mandatarios que iban a Davos) Salinas descubrió que las inversiones europeas no irían a México, sino a esos países que dejaban el socialismo y donde todo estaba por hacer. Luego de una noche de plática con su equipo desde Ginebra se nos dijo off the records que había partido en un vuelo privado a Washington, una comitiva encabezada por Córdova Montoya, a reunirse con el equipo del entonces presidente George Bush, para retomar una propuesta que en septiembre del año anterior había sido discutida pero dejada de lado: firmar un tratado de libre comercio entre México, Estados Unidos y Canadá.
Han pasado desde entonces más de 30 años. El TLC se convirtió en realidad cuatro años después, el primero de enero de 1994 (los acuerdos habían concluido mucho antes, pero la sorpresiva derrota de Bush a manos de Bill Clinton, obligaron a un año más de negociaciones), y la globalización era ya un hecho para entonces. La economía mundial en estas tres décadas se transformó como nunca antes en la historia de la humanidad, y no sólo se registró la apertura de muchos mercados sino también emergió una nueva potencia económica mundial, China y varias otras emergentes, desde Corea del Sur hasta Singapur, incluyendo a México y Chile. Todo el escenario económico mundial se modificó.
Pero con el paso de los años y entre otras razones porque los resultados de la globalización no fueron del tamaño de las expectativas generadas, por lo menos para muchos sectores sociales, los nacionalismos volvieron a emerger, muchas veces de las manos de líderes populistas de derecha o de izquierda. Boris Johnson y el Brexit sacaron a Gran Bretaña de la Unión Europea; crecieron los movimientos nacionalistas en varios países europeos, desde el Frente Nacional de Francia hasta Vox o el movimiento independentista catalán, en España, movimientos que hoy gobiernan Hungría y Polonia, por ejemplo. Vladimir Putin consolidó su poder con un gobierno autócrata y terminó invadiendo, violando de todas las formas posibles el derecho internacional, a Ucrania. En América latina el nacionalismo creció tanto de la mano de Jair Bolsonaro como de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, de Daniel Ortega y de Evo Morales como de Cristina Fernández.
En México la visión nacionalista que había mantenido el PRI hasta José López Portillo, regresó con el presidente López Obrador que considera que la mejor política exterior es la interior y que reclama volvernos autosuficientes en muchos ramos de la economía, desde los alimentos hasta la energía, a pesar de que México es el país del mundo con mayor cantidad de tratados de libre comercio firmados y vigentes, sobre todo los que conforman el TMEC con Estados Unidos y Canadá y el tratado con la Unión Europea.
Pero las diferencias en temas energéticos y la inseguridad jurídica de muchas inversiones generan hoy diversos conflictos con nuestros principales socios comerciales en la Unión Americana y Canadá y dificultarán la renovación del tratado con la Unión Europea por la posición adoptada contra España y otros países del Viejo Continente y las críticas infundadas contra el propio Parlamento Europeo, que es quien debe autorizar esa renovación.
La paradoja de todo esto es que, como se dijo en el foro económico de Davos en estos días, ocurre cuando el mundo enfrenta diversas crisis globales que reclaman soluciones globales: una de las graves es la crisis alimentaria, pero no son menores la energética, la migratoria, la ambiental, la de seguridad global, detonada sobre todo por la invasión rusa a Ucrania, y todo ello en un contexto donde no sólo Rusia ha quedado aislada de buena parte del mundo occidental, sino también de una clara confrontación comercial de Estados Unidos con China.
Sería un momento más que idóneo para que México se beneficiara de ese contexto, recibiendo todo tipo de inversiones extranjeras, fortaleciendo el bloque regional de América del Norte, pero hemos optado por cerrar sectores claves de la economía o por apostar a la autosuficiencia energética o alimenticia.
El hecho es que, por primera vez en 32 años, el gobierno de México no tiene un solo representante en Davos. No ha enviado a nadie. No hablemos ya del presidente, tampoco fue el canciller, ni los secretarios de Hacienda o Economía, ni siquiera funcionarios menores. Nadie del gobierno mexicano ha participado en el principal foro para debatir y participar en la globalización que existe a nivel internacional. La ausencia es mucho más que un mensaje, es una declaración de principios e intenciones.