28.03.2023
No es una novedad decir que, en muchos sentidos, el oficialismo y la oposición conviven dentro de Morena y de su gobierno. A menos de seis meses de que se devele la sucesión, son muchos los capítulos que están sin aclarar de la misma: hasta dónde el presidente López Obrador ejercerá el poder (que, sin duda, lo tiene) de veto de una u otra candidatura; cuándo tendrán que renunciar los aspirantes a sus cargos públicos; qué tipo de encuesta se aplicará y a quiénes; si tendrá cinco preguntas o solamente una; si habrá o no debates entre los aspirantes de Morena. Claro que la indefinición abona a mayores márgenes del propio presidente López Obrador para abordar su sucesión, pero ya hemos visto, muchas veces, que los presidentes creen tener un margen mayor al que les impone la realidad.
No creo que sea el caso con López Obrador, pero hay que recordar que hace sexenios que ningún presidente logra imponer a su candidato aparentemente preferido. La analogía que hizo el 18 de marzo es fallida en varios sentidos: la situación del país es muy diferente hoy que en 1940, incluyendo la presión de la Segunda Guerra Mundial, y Lázaro Cárdenas, a la hora de decidir su sucesión, optó por dos cosas: tomar en cuenta las fuerzas que manejaban el naciente partido oficial (transformado por el propio Cárdenas en el Partido de la Revolución Mexicana apenas en 1938) y el alineamiento de sus precandidatos con las fuerzas aliadas (con las que existían conflictos, particularmente con Gran Bretaña por la expropiación petrolera) y, sobre todo, con Estados Unidos, que no veían con confianza a Múgica. Cárdenas no se equivocó con Ávila Camacho, porque apostó a la gobernabilidad y a acabar con la inestabilidad del periodo posrevolucionario, una gobernabilidad que le dio décadas de estabilidad y crecimiento al país.
Desde aquella sucesión han pasado 83 años y el país es, literalmente, otro. Pero muchas formas políticas subsisten y otras han sido recuperadas del pasado por López Obrador. En este sentido, la sucesión presidencial que tendremos este año tiene características muy especiales e inéditas, pero envueltas en lógicas de antaño.
Hace unos días, en una amplia reunión apartidista, se preguntó a los asistentes a quién veían como mejor candidato de Morena. Quedaron casi empatados Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard, a distancia de ellos quedó Adán Augusto López. Cuando se le preguntó al mismo auditorio quién sería el mejor candidato de la oposición, por amplísima mayoría quedó Ebrard. Marcelo no está pensando en irse a la oposición. Pero esas percepciones pesan y cada aspirante opera con base en ellas.
Ebrard está apostando claramente a buscar a las mismas clases medias que han sido menospreciadas por el presidente López Obrador, pese a que fueron decisivas para el resultado de 2018. Quiere un país, en ese sentido, aspiracionista: ha buscado inversiones como la de Tesla y ha optado por sentarse prácticamente con todo el que quiera sentarse con él, eso es lo que lo hace un candidato atractivo para muchos sectores fuera de Morena, más allá del peso interno que tiene en el partido, donde ha construido una estructura extendida y relativamente poderosa. Su equipo tiene experiencia y ha abrevado de distintos ámbitos políticos, como el propio Ebrard.
Sheinbaum ha apostado por otra vía. Ha decidido que su candidatura depende del Presidente y su compromiso de continuidad. Es difícil ver a Claudia diciendo algo diferente a lo dicho por López Obrador, incluso en temas donde su sapiencia es mayor, desde ambientales hasta científicos o educativos. Su equipo personal, en la ciudad de México, está formado, salvo Omar García Harfuch, y unos pocos más, por personajes de poco nivel fuera de Morena, muchos de ellos de sus alas menos moderadas.
Me dice su gente cercana que, para ser presidenta, Claudia tiene que ganar primero la elección y antes, la candidatura, y que el voto de calidad para todo ello es el del presidente López Obrador. Sheinbaum está sumando fuerzas del oficialismo y manejando el discurso presidencial al máximo porque piensa que allí está el secreto de su candidatura. Por eso, a diferencia de Ebrard, no está nada convencida de renunciar a su cargo con anterioridad o que la encuesta se pueda reducir a una sola pregunta o que se abra a todo mundo y no sólo a los simpatizantes de Morena.
Adán Augusto es quizá el más cercano en términos personales al Presidente y el más rezagado de los tres en la carrera presidencial. Evidentemente nadie lo ve, como tampoco a Sheinbaum, como un hipotético candidato de oposición, pero presiento que está jugando ese papel de tercera opción, de salida ante una confrontación entre los dos principales competidores, apostando por la continuidad que pregona Claudia, pero, si uno analiza sus últimos movimientos, también a ser el interlocutor que muchas fuerzas y personajes de fuera de la 4T no encuentran en el entorno presidencial. Es una apuesta interesante, la pregunta es si alcanzará el tiempo para esa maniobra. Están lejos aún, pero en su entorno creen que tienen ese espacio por explotar.
Ricardo Monreal ha perdido espacio en las encuestas y las preferencias, en parte porque él mismo se ha quitado de los reflectores estos meses, porque se especula que podría ir por la Ciudad de México, y muchos lo ven cerca de Marcelo y algunos, del propio Adán.
Y, mientras tanto, en la oposición no despuntan candidatos propios y Marko Cortés y Alejandro Moreno parecen preferir las luchitas internas de sus partidos. O quizá esperan a ver si cosechan algo de Morena.