10.05.2023
El gobierno fracasó en imponer la primera parte del Plan B electoral, ante el voto del pleno de la Suprema Corte declarando que esa reforma no es legítima por la violación a los más básicos procedimientos legislativos.
Es una demostración más de que la administración López Obrador desde que ha renunciado a la política para apostar por la imposición no ha logrado avanzar en ninguno de sus objetivos. Y cuanto más se le agota el tiempo menos política hace y toma medidas más desesperadas. Un camino incomprensible si asumimos que por lo menos hoy tendría muy altas posibilidades de repetir con cualquiera de sus precandidatos en la presidencia de la república.
El problema es que al presidente López Obrador no le alcanza con que su partido repita en la presidencia: quiere transformar destruyendo, y no puede aceptar que sencillamente en una democracia hay procedimientos, normas, leyes, que deben ser respetadas. Eso de que no le vengan con que la ley es la ley, no es sólo una frase, es una convicción presidencial que pasa por la imposición de medidas o simples ocurrencias.
Lo sucedido en los últimos días del periodo ordinario de sesiones, donde se aprobaron en una sesión de diputados más de diez iniciativas, y otras 18 en senadores, sin siquiera leerlas, es la mejor demostración de ello. Y como ocurrió con la primera parte del Plan B (que básicamente es el que hubiera permitido a funcionarios, incluyendo el presidente hacer proselitismo en las campañas electorales) las iniciativas aprobadas en las vergonzosas sesiones de fines de abril deberán ser declaradas inconstitucionales. Y si nada cambia, ocurrirá lo mismo con la segunda parte del Plan B, la eminentemente electoral, que desmembraría al INE y al servicio electoral de carrera.
En todo esto ha habido situaciones que serían cómicas sino fueran trágicas, como los comunicados de la Consejería Jurídica que encabeza María Estela Ríos, primero diciendo que se había violado la ley al difundir la propuesta de proyecto sobre el Plan B del ministro Alberto Pérez Dayán (que ya era público, como todos, en la página de la Suprema Corte) y luego con el increíble argumento de que si la Corte declaraba inconstitucional una ley aprobada por el legislativo en realidad estaba invadiendo las funciones del mismo. Por favor que alguien le haga llegar un texto constitucional a la consejera Ríos, y de paso un manual que le explique de qué se trata la división de poderes.
Esta tendencia de buena parte de la llamada izquierda latinoamericana (mucha de ellas tan poco democrática, como en realidad profundamente conservadora), es lo que ha llevado al fracaso a prácticamente todos los intentos de transformación democráticos en las últimas décadas: olvidemos a regímenes como Cuba, Venezuela o Nicaragua. Existe hoy un cambio de tendencia notable en la región ante el fracaso de gobiernos que llegaron al poder en algunos casos hace apenas meses y que simplemente han renunciado a la política y han querido con la imposición disimular su ineficacia.
En Argentina, el presidente Alberto Fernández ha renunciado a buscar la reelección y ha fracaso en forma notable. Llegó a tener cerca del 80 por ciento de aceptación tomando medidas draconianas contra el covid, popularidad que se derrumbó casi de un día para el otro cuando se comprobó que mientras el país estaba cerrado, lo mismo que la economía y la gente apenas podía salir de sus casas, él organizaba fiestas de cumpleaños para su esposa en la residencia oficial. Al derrumbe de la popularidad se ha sumado el de la economía, a la que le resulta imposible mantener un sistema de apoyos muy similar al nuestro, sin los ingresos fiscales necesarios para ello. Súmele las divisiones internas en el gobierno, el que presidente y la vicepresidenta Cristina Fernández apenas si se hablan, y el escenario para las elecciones de octubre es desastroso para el oficialismo.
En Chile, el presidente Gabriel Boric, sufrió el domingo una durísima derrota. Boric quiso aprobar una nueva Constitución porque la que se elaboró en el gobierno anterior no tenía respaldo popular. Y quería una Constitución a la medida de su programa. Impuso un constituyente pero resultó que los ganadores fueron la derecha y la ultraderecha, a un nivel tal que incluso las fuerzas de izquierda, juntas, podrían perder hasta el derecho de veto. Un desastre.
La semana pasada recordábamos una entrevista de Gustavo Petro a El País, donde el mandatario colombiano reconocía que “el cambio es más difícil de lo que pensábamos”. Y es que Petro también quiso imponer una serie de medidas que van desde la paz con narcotraficantes y guerrilleros hasta cambiar la naturaleza militar de la policía nacional, pasando por una reforma agraria sin consenso. Lo único que logró es que se dispara la producción de cocaína a nivel récord, que las negociaciones de paz estén estancadas, que no haya reforma agraria y que la coalición que lo llevó al poder, así como su gabinete, se rompieran. El cambio, efectivamente, es difícil.
El presidente López Obrador acaba de decir que él pensaba que podía cambiar al poder judicial, recordemos que nombró a cuatro de los once ministros y tenía por lo menos otros dos que podrían haberlo apoyado. Terminó rompiendo con casi todos. Hoy habla de enviar al congreso en septiembre de 2024, cuando sólo le queden unos días en el poder, una iniciativa para cambiar radicalmente el poder judicial. A mí, me recordó a López Portillo y la nacionalización bancaria, en otro septiembre pero de 1982, otra imposición, ya con presidente electo, que le costó carísimo al país y maniató políticamente a su sucesor.