25.04.2023
“El gobierno necesita un banco”, dijo ayer en la mañanera el presidente López Obrador. La podría haber dicho otro López, el entonces presidente López Portillo cuando nacionalizó la banca en 1982. Lo que se pretendía ahora, más una ocurrencia que un plan de negocios, era que si Germán Larrea ya no iba por Banamex luego de la “ocupación temporal” del tramo veracruzano de Ferrosur, el gobierno federal lo podría comprar y según los cálculos presidenciales, lo podría hacer ahorrándose dos mil millones de dólares de impuestos y poniendo tres mil millones del presupuesto con algún socio que pusiera otros dos mil millones. Algo así como comprar Banamex con un plan de negocios en una servilleta de papel elaborada en una cantina.
Dejemos de lado la pregunta de para qué diablos necesita un banco el gobierno, si ya demostró con creces que no puede llevarlos, no sólo porque el sistema bancario nacionalizado fue simplemente un desastre en todos los sentidos (excepto para los funcionarios que se enriquecieron con ello), sino también porque los enormes recursos destinados durante este sexenio al banco del Bienestar podrán haber servido para el clientelismo y los contratos de algunos, pero no han logrado convertir a ese banco en una institución financiera seria, tanto que ya no puede recibir remesas del exterior porque las autoridades estadounidenses creen que sirve para operaciones de lavado de dinero y triangulación de recursos con países como Nicaragua y Venezuela.
Lo cierto es que ante la crisis con Larrea y las pretensiones gubernamentales, en Citi decidieron algo lógico: cancelar la venta de Banamex, convocar a un OPI en 2025 (o sea cuando haya acabado esta administración) y a través de ese mecanismo bursátil vender esa división en México. Era un mecanismo que ya estaba contemplado como posible y existen grupos de empresarios muy importantes dispuestos a participar con el mismo. Se había optado por la venta directa para simplificar el proceso. Pero lo sucedido con la “ocupación temporal” hizo que se cayeran esas negociaciones y me imagino que en Nueva York deben haber pensado que era mejor suspender el proceso antes que seguir involucrados en una venta que debería ser estrictamente entre privados, pero que ya sufría un abierto intervencionismo del gobierno.
Lo incomprensible de lo sucedido el viernes pasado con la ocupación por la Marina de las instalaciones de Ferrosur, es que existía una negociación que tenía términos muy concretos entre Grupo México y el gobierno federal, en una operación que llevaban el secretario de Gobernación, Adán Augusto López y el propio Larrea. Ya se había acordado la construcción de una vía alterna o una contraprestación (la de 9 mil 500 millones de pesos que dijo López Obrador que eran impagable) y existían mecanismos que hubiera hecho posible un acuerdo sin alterar mercados e inversiones.
Desde aquella mañana en Mérida en que un malestar presidencial, atribuido al covid, obligó a un traslado de urgencia a la ciudad de México, al presidente López Obrador le han ganado las prisas y la decisión de imponer medidas para sacar sus propuestas adelante, con o sin apoyos y respaldos, siquiera legales.
La demostración de que el Presidente tiene prisa y que no quiere negociaciones sino acatamiento, y de que en el propio gobierno existen diferencias importantes, es que repentinamente y luego de dos reuniones personales con el propio Larrea, el mandatario haya ordenado la ocupación por la Marina de las instalaciones, con un decreto que dice que tenía en su poder desde inicio de la semana pasado, o sea antes de la reuniones con Larrea, que está tan mal redactado y con tan endebles bases legales (se basa en la ley de expropiaciones pero el gobierno no puede expropiarse a sí mismo) que demuestra que privó la decisión política por sobre la jurídica.
¿Habrá finalmente algún acuerdo, como dijo Alfonso Romo?. Seguramente sí. Larrea, un empresario que suele jugar muy rudo y agresivo con quienes no acatan sus decisiones, esta vez tendrá que hacerlo él: tiene demasiados intereses, toda la industria minera se asienta en concesiones, intereses incluso en torno a esa misma vía férrea, como para no hacerlo. En este caso lo que terminará ocurriendo es lo que se tendría que haber propuesto, que es quitar la concesión y pagar una contraprestación. En realidad, eso era lo que ya se había estado negociando en Gobernación. Pero algo sucedió (quizás la vieja animadversión mutua entre el presidente y el empresario) que en Palacio Nacional se decidió activar la fórmula de la intervención militar en lugar de privilegiar la política.
El hecho es que el tren maya está en veremos y se suman los problemas tanto de construcción como de logística y de denuncias ambientales; Dos Bocas ha costado ya el doble de lo presupuestado y no estará produciendo probablemente hasta 2025; el Felipe Angeles está operando pero ni remotamente está en condiciones de reemplazar al aeropuerto internacional Benito Juárez; el corredor transístmico está muy rezagado (por eso en lugar de esperar que se construyera una vía alterna se optó por quedarse con la que ya estaba concesionada) y ya falta un año y cuatro meses para octubre del 2024.
Y todo en conjunto tiene otro efecto: obliga a apresurar y endurecer también el proceso sucesorio.