Recuerdo la noche del 9 de noviembre de 1989 en forma confusa. Estaba en el unomásuno, en las oficinas del suplemento Página Uno que entonces dirigía y llegaba la información por cables, vía agencias, veíamos CNN y no se podía comprender la magnitud de lo que sucedía: estaba cayendo el Muro de Berlín. No sabíamos entonces, éramos demasiado jóvenes y el muro siempre había estado ahí, la forma en que el mundo cambiaría. Unos meses después iría a cubrir en Cuba un 26 de julio que algunos esperaban como el de la apertura y resultó ser el de los fusilamientos y el periodo especial.
Recuerdo la noche del 9 de noviembre de 1989 en forma confusa. Estaba en el unomásuno, en las oficinas del suplemento Página Uno que entonces dirigía y llegaba la información por cables, vía agencias, veíamos CNN y no se podía comprender la magnitud de lo que sucedía: estaba cayendo el Muro de Berlín. No sabíamos entonces, éramos demasiado jóvenes y el muro siempre había estado ahí, la forma en que el mundo cambiaría. Unos meses después iría a cubrir en Cuba un 26 de julio que algunos esperaban como el de la apertura y resultó ser el de los fusilamientos y el periodo especial.
Pero fuera de historias personales en México en general y en América latina en particular, quizás por la persistencia cubana en cerrar aún más su sistema, no entendimos bien lo que sucedía. En una región que salía de un largo ciclo de dictaduras militares, de violencia política real, donde en Centroamérica aún ardía la guerra civil, la caída del Muro parecía algo lejano, ajeno.
Nuestra izquierda no lo comprendía entonces y no parece haber aprendido mucho de ello desde entonces. Pero tampoco aprendieron, en nuestro caso, el resto de las fuerzas políticas. Se debe reconocer que uno de los que mejor comprendió lo que sucedía y las implicaciones que ello tendría fue el entonces presidente Carlos Salinas, con la fuerte influencia que en ese momento tenía José María Córdoba y sus relaciones con Jacques Attali, un hombre de toda confianza de uno de los principales actores de aquellos momentos, el presidente francés Francoise Mitterrand. Salinas estuvo en Washington en septiembre del 89 en su primera visita oficial como presidente y no quiso establecer compromisos de largo plazo en una propuesta que ya estaba sobre la mesa, el tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, pensaba en una mayor diversificación. Pero cuando a principios del año siguiente fue por primera vez a Davos, a presentar su propuesta de un México con una economía abierta a las inversiones y el comercio, la unificación alemana ya estaba en marcha y era evidente que Europa iba hacia la reconstrucción del Este y la creación de un enorme mercado común, y allí irían las inversiones y recursos. Antes de que Salinas regresara de esa gira a México ya había partido un avión con Córdoba y Pedro Aspe a Washington para comenzar a plantearle al presidente Bush la posibilidad del tratado de libre comercio.
A casi veinte años de distancia se lo debe ver como una de las más inteligentes apuestas globales que realizó México en un contexto de cambio internacional profundo, en un mundo que buscaba y todavía no tenía claro hacia dónde se podría avanzar pero en el cual era evidente que los viejos campos del capitalismo y el socialismo serían reemplazados por grandes bloques regionales.
Pero aquella euforia reformadora en nuestro caso duro poco. Con los crímenes de 1994 y la crisis del 95 las reformas se congelaron y mientras el mundo seguía adaptándose a sus nuevas realidades nada hizo cambiar a nuestros sistemas políticos o nuestra visión económica, ni siquiera la derrota del PRI en el 2000. Y seguimos estancados en un mundo donde sólo un puñado de países, ninguno exitoso, siguen pensamos que las consignas y visiones previas a 1989 aún están vigentes, donde pensamos que la preservación de la soberanía pasa por la propiedad de una refinería, donde seguimos concibiendo que no todos deben pagar impuestos y que tenemos económicamente más que ver con Sudamérica que con América del Norte. Un mundo donde no se quiere calificar a los gobiernos de Cuba o Venezuela como dictatoriales y donde se acepta la utilización de la violencia como un recurso de la política. O, en donde se tiene la tentación de recurrir a grupos irregulares para garantizar la seguridad. O en donde el partido con mayores posibilidades de regresar al poder, en un acto de absoluta demagogia, se felicita “por haber librado al pueblo de México del IVA de 2 por ciento a alimentos y medicinas”.
Nuestra clase política sigue viviendo en un mundo anterior a ese 9 de noviembre de 1989 que hoy celebran las democracias occidentales. Nuestro muro (o cortina de nopal como la llamó José Luis Cuevas), sigue incólume. Seguimos pensando que somos una excepción en la globalización. Por eso seguimos viendo hacia atrás en lugar de afrontar los desafíos del futuro. Y han pasado ya 20 años.