Agendas políticas y cruzadas anticorrupción
Columna JFM

Agendas políticas y cruzadas anticorrupción

21-07-2017Para mi madre, Lidia, en sus gloriosos 85 

La lucha contra la corrupción es parte, sin duda, de nuestra agenda interna por las consecuencias que ella tiene en la vida social, económica, política, cultural, en la seguridad. Es también un acicate para transformar prácticas y transparentar no sólo cuentas, sino también la realidad que se suele esconder tras el velo de la corrupción.

 

Pero no se trata sólo de una agenda interna. Es parte, desde inicio del gobierno de Barack Obama, pero ha continuado ahora con Donald Trump, y lo mismo o aún en forma más radical hubiera sucedido con Hillary Clinton, de una agenda estadounidense que se está aplicando en todos y cada uno de los países de la región. Hoy están en la cárcel por acusaciones de corrupción ex presidentes de Guatemala, Honduras, Panamá, el ex presidente Ollanta Humala de Perú, fue destituida la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, está acusado de corrupción el presidente en funcionales de ese país, Michel Temer, y el político más popular de la historia contemporánea de Brasil, el ex presidente Luis Inácio Lula da Silva, quien aspira a regresar a la presidencia en el 2018, y acaba de ser condenado en primera instancia a una pena de nueve años y medio de cárcel. En Argentina, el círculo penal se está cerrando contra la ex presidenta Cristina Fernández, encausada, al igual que sus hijos y sus principales colaboradores por innumerables delitos. En Colombia el presidente Juan Manuel Santos está acusado de recibir dinero para su campaña electoral del consorcio Odebrecht, lo mismo que muchos otros políticos y funcionarios de casi todos los países de América latina y el Caribe.

El caso Odebrecht, la principal empresa de Brasil (impulsada en una grado imposible de esconder durante la administración de Lula da Silva por el propio mandatario) que fue acusada de repartir sobornos en numerosos países para obtener obras y beneficios, ha sido la carta inmejorable que ha tenido Estados Unidos para develar muchos de los mecanismos de corrupción en la región. Como los pagos de Odebrecht se realizaron en dólares, el propio gobierno estadounidense (además del de Brasil y el de Suiza) se hizo cargo de la investigación y acabó implantando la multa más alta de la historia a la empresa, de miles de millones de dólares, al tiempo que su director y casi un centenar de sus ejecutivos fueron detenidos o procesados. Para aminorar esas penas, el propio Marcelo Odebrecht ofreció divulgar sus tramas de corrupción en toda la región y poco a poco fue desgranándose información que ha afectado a casi todos los países de América latina (incluyendo México) y ha dejado en serios problemas a políticos, funcionarios y presidentes.

La información del caso se ha ido divulgando (o mejor dicho filtrando) con toda precisión y ha sido en cada uno de los países involucrados una suerte de misil que ha generado todo tipo de daños. Sin duda ha sido Brasil donde el costo de esa trama de corrupción expuesta al público ha sido más alto, aunque todavía no se llega a percibir dónde concluirá la interminable investigación, pero otras naciones también han sufrido sacudidas extraordinarias, entre ellas como decíamos, Guatemala y Argentina.

El problema de todo esto y de la agenda impulsada por los Estados Unidos es que existe el serio peligro de que los jueces se conviertan no ya en los actores de un poder inconmensurable que se ejerce sin controles externos: la división de poder, exige, recordemos, equilibrios y controles recíprocos entre todos los poderes. En el caso de Brasil, los jueces han tenido un margen tan creciente de autonomía que algunos de ellos manejan una agenda político-partidaria inocultable. Sergio Mota, el juez que condenó en primera instancia de Lula, era desde hace años un acérrimo rival del ex presidente, de la misma forma que otros jueces tienen objetivos muy concretos, se llamen Dilma Rousseff o su reemplazante en la presidencia, Michel Temer.

Por ende, nadie debería extrañarse (aunque es un tema que debe ser observado mucho más allá de los planteado) de que el gobierno de Trump haya colocado entre los objetivos de la renegociación del TLC un capítulo sobre el combate a la corrupción gubernamental. Resulta evidente que ese capítulo no es para aplicarse ni en la propia Unión Americana ni en Canadá sino en México y que ello puede reflejarse en un serio intervencionismo en la política interna de nuestro país. No se trata, como escribió nuestro amigo Leo Zuckerman, de tener que elegir entre el combate a la corrupción y la soberanía, se trata de acabar con una sin perder la otra.

Mucho de lo que se está debatiendo en torno al sistema nacional anticorrupción tiene relación directa con todo esto: la tensión que existe entre las fuerzas políticas en el tema; también, el que tengamos por primera vez en nuestra historia una decena de recientes ex gobernadores detenidos, con pedidos de extradición o investigados es parte de esta lógica “purificadora” que vive la región. Pero debemos tener cuidado de que los jueces, por usar una figura genérica que se puede aplicar también a “ciudadanos” que creen encarnar por sí mismos la justicia, se conviertan en los actores e incluso manipuladores de la vida política de un país.

 En Brasil esa dinámica no sólo ha destruido a toda la clase política, sino que está dejando al país tan vacío de expectativas y alternativas, que cualquier oportunismo, de derecha o de izquierda puede hacerse con el poder el año próximo. A otros gobiernos los ha dejado débiles o temerosos. 

Nosotros estamos embarcados en una cruzada anticorrupción que tiene que ser abierta, transparente pero que, también, debe contar con responsabilidad de parte de los partidos y los actores políticos para que la misma no termine devorando a sus propios impulsores. Se requiere transparencia, libertad, honestidad pero también equilibrio y estabilidad social. Y a veces, la inestabilidad es el fermento de la desestabilización, impulsada por otros fines, por otras agendas.

Para mi madre, Lidia,

en sus gloriosos 85 

La lucha contra la corrupción es parte, sin duda, de nuestra agenda interna por las consecuencias que ella tiene en la vida social, económica, política, cultural, en la seguridad. Es también un acicate para transformar prácticas y transparentar no sólo cuentas, sino también la realidad que se suele esconder tras el velo de la corrupción.

Pero no se trata sólo de una agenda interna. Es parte, desde inicio del gobierno de Barack Obama, pero ha continuado ahora con Donald Trump, y lo mismo o aún en forma más radical hubiera sucedido con Hillary Clinton, de una agenda estadounidense que se está aplicando en todos y cada uno de los países de la región. Hoy están en la cárcel por acusaciones de corrupción ex presidentes de Guatemala, Honduras, Panamá, el ex presidente Ollanta Humala de Perú, fue destituida la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, está acusado de corrupción el presidente en funcionales de ese país, Michel Temer, y el político más popular de la historia contemporánea de Brasil, el ex presidente Luis Inácio Lula da Silva, quien aspira a regresar a la presidencia en el 2018, y acaba de ser condenado en primera instancia a una pena de nueve años y medio de cárcel. En Argentina, el círculo penal se está cerrando contra la ex presidenta Cristina Fernández, encausada, al igual que sus hijos y sus principales colaboradores por innumerables delitos. En Colombia el presidente Juan Manuel Santos está acusado de recibir dinero para su campaña electoral del consorcio Odebrecht, lo mismo que muchos otros políticos y funcionarios de casi todos los países de América latina y el Caribe.

El caso Odebrecht, la principal empresa de Brasil (impulsada en una grado imposible de esconder durante la administración de Lula da Silva por el propio mandatario) que fue acusada de repartir sobornos en numerosos países para obtener obras y beneficios, ha sido la carta inmejorable que ha tenido Estados Unidos para develar muchos de los mecanismos de corrupción en la región. Como los pagos de Odebrecht se realizaron en dólares, el propio gobierno estadounidense (además del de Brasil y el de Suiza) se hizo cargo de la investigación y acabó implantando la multa más alta de la historia a la empresa, de miles de millones de dólares, al tiempo que su director y casi un centenar de sus ejecutivos fueron detenidos o procesados. Para aminorar esas penas, el propio Marcelo Odebrecht ofreció divulgar sus tramas de corrupción en toda la región y poco a poco fue desgranándose información que ha afectado a casi todos los países de América latina (incluyendo México) y ha dejado en serios problemas a políticos, funcionarios y presidentes.

La información del caso se ha ido divulgando (o mejor dicho filtrando) con toda precisión y ha sido en cada uno de los países involucrados una suerte de misil que ha generado todo tipo de daños. Sin duda ha sido Brasil donde el costo de esa trama de corrupción expuesta al público ha sido más alto, aunque todavía no se llega a percibir dónde concluirá la interminable investigación, pero otras naciones también han sufrido sacudidas extraordinarias, entre ellas como decíamos, Guatemala y Argentina.

El problema de todo esto y de la agenda impulsada por los Estados Unidos es que existe el serio peligro de que los jueces se conviertan no ya en los actores de un poder inconmensurable que se ejerce sin controles externos: la división de poder, exige, recordemos, equilibrios y controles recíprocos entre todos los poderes. En el caso de Brasil, los jueces han tenido un margen tan creciente de autonomía que algunos de ellos manejan una agenda político-partidaria inocultable. Sergio Mota, el juez que condenó en primera instancia de Lula, era desde hace años un acérrimo rival del ex presidente, de la misma forma que otros jueces tienen objetivos muy concretos, se llamen Dilma Rousseff o su reemplazante en la presidencia, Michel Temer.

Por ende, nadie debería extrañarse (aunque es un tema que debe ser observado mucho más allá de los planteado) de que el gobierno de Trump haya colocado entre los objetivos de la renegociación del TLC un capítulo sobre el combate a la corrupción gubernamental. Resulta evidente que ese capítulo no es para aplicarse ni en la propia Unión Americana ni en Canadá sino en México y que ello puede reflejarse en un serio intervencionismo en la política interna de nuestro país. No se trata, como escribió nuestro amigo Leo Zuckerman, de tener que elegir entre el combate a la corrupción y la soberanía, se trata de acabar con una sin perder la otra.

Mucho de lo que se está debatiendo en torno al sistema nacional anticorrupción tiene relación directa con todo esto: la tensión que existe entre las fuerzas políticas en el tema; también, el que tengamos por primera vez en nuestra historia una decena de recientes ex gobernadores detenidos, con pedidos de extradición o investigados es parte de esta lógica “purificadora” que vive la región. Pero debemos tener cuidado de que los jueces, por usar una figura genérica que se puede aplicar también a “ciudadanos” que creen encarnar por sí mismos la justicia, se conviertan en los actores e incluso manipuladores de la vida política de un país.

 En Brasil esa dinámica no sólo ha destruido a toda la clase política, sino que está dejando al país tan vacío de expectativas y alternativas, que cualquier oportunismo, de derecha o de izquierda puede hacerse con el poder el año próximo. A otros gobiernos los ha dejado débiles o temerosos. 

Nosotros estamos embarcados en una cruzada anticorrupción que tiene que ser abierta, transparente pero que, también, debe contar con responsabilidad de parte de los partidos y los actores políticos para que la misma no termine devorando a sus propios impulsores. Se requiere transparencia, libertad, honestidad pero también equilibrio y estabilidad social. Y a veces, la inestabilidad es el fermento de la desestabilización, impulsada por otros fines, por otras agendas.

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