20-09-2018 Los sismos de septiembre del año pasado, del 7 y del 19, tienen un destino común de catástrofe que se vivió de diferente manera, con daños y tragedias distintas, aunque en esencia fueran las mismas, en la ciudad de México y en los estados afectados, sobre todo en Chiapas, Oaxaca y Morelos (particularmente Jojutla).
Como casi siempre, durante las jornadas críticas de salvamento y rescate, la actitud de las autoridades (sobre todo del Ejército y la Marina) y de la gente fue de un notable grado de solidaridad y participación. Como casi siempre, pasados los días más crudos de la tragedia, la reconstrucción, el apoyo, fueron menguando entre la gente y en las autoridades las burocracias, sobre todo locales, comenzaron a desplazar el movimiento social, los cosas se comenzaron a postergar y la urgencia y la necesidad quedaron en segundo término.
Horas después de la tragedia estuve en Chiapas y recuerdo a las familias que habían perdido todo, dispuestas a comenzar ellos mismos ya la reconstrucción de sus casas, destruidas por el temblor, sobre todo del día 7, sólo pedían que les dieran materiales. Recuerdo como viejos amigos oaxaqueños se dolían en la plaza de Juchitán al ver cómo había quedado destruido su pueblo y sobre todo su escuela, su Palacio Municipal y su hospital, el epicentro social de la ciudad istmeña. Recuerdo cómo en Jojutla, una monjita nos contaba cómo había sacado a los niños de la escuela completamente destruida, segundos antes del derrumbe y cómo un soldado lloraba luego de rescatar a una mujer y su bebé de una casa en ruinas. Recuerdo algunas familias en Oaxaca que todavía vivían, un mes después del sismo, en las casas de campaña que había enviado el gobierno chino y que me decían que su sueño era poder volver a tener una vivienda, para pasar con los suyos la navidad... la el año pasado.
La mayoría de esos sueños no se cumplieron: la mayor parte de Juchitán no ha sido reconstruida, son innumerables los damnificados que siguen viviendo en campamentos improvisados, en sus carpas sin esperanza de pasar la navidad con los suyos, el centro de Jojutla sigue siendo una zona de desastre.
Las crisis, decíamos aquí en aquellos días, pueden ser también una oportunidad. Buena parte de la zona afectada por los sismos no requería una estrategia de reconstrucción y apoyo tradicional sino de un verdadero Plan Marshall que pudiera subsanar las carencias inmediatas, pero también dar una vuelta de tuerca en las regiones afectadas, sobre todo en Chiapas, Oaxaca, Morelos, Guerrero, las más pobres del país. Era la oportunidad para una intervención en toda la línea y con todos los recursos del Estado, para sortear la tragedia, pero también para cambiar la historia de muchas de esas comunidades y regiones.
No hubo Plan Marshall ni tampoco una estrategia agresiva, de fondo, que fuera más allá de la atención de la tragedia. Se dejó pasar una oportunidad política y social extraordinaria. Los gobiernos y los partidos pensaron más en las elecciones que en la reconstrucción del país. Unos por incapacidad e ineficiencia, a veces por corrupción, otros por un interesado cálculo político. Lo cierto es que no se transformó nada.
Algo similar sucedió, en un contexto completamente diferente, en la ciudad de México. El comité de reconstrucción ni siquiera se pudo echar a andar y tanto se quiso politizar la reconstrucción que el primer encargado de esa tarea, Ricardo Becerra, harto de tanta mezquindad, renunció al cargo, mientras los dirigentes partidarios querían repartirse los fondos. De ese acuerdo vergonzoso entre el PRD, el PRI y el PAN en la ALDF no participó Morena, pero Morena creó su propio fideicomiso y utilizó esos fondos también para sus propios damnificados (y simpatizantes electorales).
Ha pasado un año y ayer todo fueron recuerdos, promesas, compromisos presentes y futuros. Algunos se cumplirán y otros no, pero seguiremos sin generar la posibilidad y la opción de establecer, más allá del clientelismo, verdaderos planes de desarrollo para la gente en las zonas más pobres del país. Seguimos sin solucionar los problemas habitacionales de la ciudad (sólo nueve edificios se han reconstruido un año después del sismo en la CDMX y decenas de edificios esperan a ser demolidos), sin terminar de dotarla de la infraestructura necesaria por mezquindades políticas (y qué mejor ejemplo de toda la telenovela creada en torno al aeropuerto para demostrarlo) y se sigue pensando que el clientelismo, que la dádiva, más allá de quien la ofrezca, es una verdadera salida política y social a los problemas del país.
Por cierto, ahora que se sigue hablando de vender la flota aeronáutica del Estado, ¿alguien ha pensado qué hubiera sucedido hace un año sin esos aviones y helicópteros, sin los puentes aéreos establecidos por militares y marinos en las localidades más apartadas de Oaxaca y Chiapas? Que el presidente electo quiera viajar en vuelos comerciales es un error que vulnera su seguridad y por ende la nacional, pero en última instancia es su decisión. Despojar al Estado de sus instrumentos para atender ésta y otro tipo de crisis y desastres sería criminal.