9.09.2022
Mientras la Suprema Corte reconducirá, me parece unacierto, el debate sobre la prisión preventiva; mientras nos desgarramos en el debate sobre la incorporación de la Guardia Nacional a la Defensa, sin analizar ni el futuro de la seguridad ni una proyecto estratégico para nuestras policías, reduciendo al término militarización todo el conflicto, la verdadera nota internacional ha sido la muerte de la reina Isabel II, después de siete décadas al frente de la monarquía británica. No dudo de que nuestra agenda interna es mucho más importante para nuestro futuro que la muerte de una monarca que era más un símbolo del poder que el poder mismo, pero esa historia de 70 años me parece políticamente fascinante.
En la prensa internacional leí tres definiciones que me parecen que reflejan claramente el porque de su permanencia: una destaca la enorme capacidad de perder un imperio, como le pasó a Gran Bretaña durante el reinado de Isabel, sin perder la compostura, manteniendo el respeto y el respaldo de su país y de los estados de la Comenwelth. La otra, relacionada con ello, es la capacidad de adaptación de un personaje como la reina Isabel, a un mundo que cambió dramáticamente desde 1952, en plena postguerra mundial hasta bien entrado el siglo XXI. Poco y nada se parecenaquel mundo al de hoy e Isabel terminó su largo reinado siendo la monarca más longeva, la más popular en su país y la que mayor tiempo ejerció el poder. Y eso se relaciona con una tercera reflexión: lo pudo hacer porque, sigo citando la prensa internacional, se beneficio paradójicamente de las restricciones que la realidad y las leyes le impusieron a los poderes de la monarquía, “porque todo ejercicio de discrecionalidad en el poder tiende a ser polémico”. Y esas tres vertientes constituyen el secreto de su permanencia durante un larguísimo periodo histórico al frente de una institución que simplemente no terminó despareciendo con los cambios globales durante los últimos 70 años porque esa mujer supo aprender de sus errores, algunos muy graves.
Nunca estuvo la corona británica tan lejos de su gentecomo cuando la muerte de Lady Di, Diana Spencer, la primera esposa del ahora monarca, Carlos III. Su muerte hace 25 años en un extraño accidente en París generaron en Gran Bretaña y en el mundo una ola de dolor, indignación y teorías de la conspiración. La decisión de Isabel II de mantener la privacidad y no hacer ningún gesto público ante la muerte de Diana, marcada sin duda por su falta de simpatía su ex nuera, que no sólo se había divorciado de su hijo y sucesor Carlos, sino que había exhibido a la Coronapúblicamente, obligó al entonces primer ministro Tony Blair (que fue quien calificó a Diana como “la princesa del pueblo”, generando una reacción muy negativa del Palacio de Buckingham) a una intervención personal ante la monarca para explicarle que la molestia popular era tan grande que podría estar en riesgo la propia institución real. Pocos políticos, y vaya que Isabel lo era, son capaces de reflexionar, dejar de lado sus simpatías y antipatías y actuar de acuerdo a las exigencias. El recorrido de Isabel II frente a la enorme cantidad de flores y homenajes a Diana frente al propio palacio de Buckingham, la organización de funerales magnos para la princesa fallecida, fue el momento que reconcilió a Isabel II con su gente.
Porque la política y el poder se mueven con símbolos, con base a emociones. Lo saben los mandatarios demócratas y los populistas, desde Bill Clinton o Barack Obama hasta Fidel Castro o el propio Vladimir Putin. A lo largo de su reinado lo descubrió y utilizó, a su estilo, Isabel II. El Estado británico, dice uno de sus principales constitucionalistas, está funciona por la eficiencia de su gobierno y la solemnidad de la Corona. Transitaron por el 11 de DowningStreet, durante los 70 años de reinado de Isabel, 15 primeros ministros (apenas el martes recibió a Boris Johnson que dejaba ese cargo y a Liz Truss que ese día asumió el gobierno). Admiró a Winston Churchill, estuvo distanciada con Margareth Tahtcher y con Tony Blair que terminaron reconociendo su capacidad política, a regañadientes aceptó primero la incorporación a la Comunidad Europea y luego el Brexit.
En alguna ocasión, como invitado en una gira presidencial, me tocó estar en una recepción en Buckingham. Recuerdo la extrema formalidad, tan extrema como el lujo del palacio, pero sobre todo a esa mujer que aparentaba ser frágil, que no imponía por su presencia, por su discurso, sólo por lo que significaba para algunos en términos de poder, para otros históricos, para muchos simplemente simbólico, pero que no pasaba en absoluto indiferente.
Es el fin de una época que no regresará. Esa transición global desde la post guerra hasta el siglo XXI, el poder ser testigo e incluso actriz de momentos cruciales de la historia desde una posición de poder, no tan formal como muchos creen, no es algo que muchos podrán presumir en el futuro. La monarquía en Europa es quizás un poder decadente. Y es verdad, pero olvidamos que también en esas naciones, durante siglos, la monarquía ha sido el símbolo de la unidad del Estado por encima de partidos y coyunturas. Y ningún otro monarca contemporáneo escenificó mejor ese papel que Isabel II.