Inseguridad: todos son culpables
Columna JFM

Inseguridad: todos son culpables

La inseguridad sigue siendo el mayor de nuestros desafíos como sociedad. No parece existir un solo rincón del país, donde se pueda vivir seguro. En lo que va del año los ajustes de cuentas del narcotráfico han generado más de 500 muertes, a un promedio superior a las cien por mes; en Ciudad Juárez estamos viviendo una nueva ola de asesinatos de mujeres y ahora también de niñas, los de hombres simplemente parece que no se contabilizan; en el sur, las víctimas de los traficantes de personas son innumerables, ni siquiera sabemos el número.

La inseguridad sigue siendo el mayor de nuestros desafíos como sociedad. No parece existir un solo rincón del país, donde se pueda vivir seguro. En lo que va del año los ajustes de cuentas del narcotráfico han generado más de 500 muertes, a un promedio superior a las cien por mes; en Ciudad Juárez estamos viviendo una nueva ola de asesinatos de mujeres y ahora también de niñas, los de hombres simplemente parece que no se contabilizan; en el sur, las víctimas de los traficantes de personas son innumrables, ni siquiera sabemos el número.

En las grandes ciudades, comenzando por el DF la inseguridad se ha convertido en la norma. Se cumple casi un año de aquella multitudinaria marcha contra la inseguridad que congregó a millones de personas en la ciudad de México pero no ha pasado nada. Se reacciona ante casos tan lamentables como la muerte, luego de un intento de asalto, de Mariana Levy, pero pareciera que las decenas, miles de víctimas cotidianas que no son personajes públicos, no entran en el centro de la preocupación de las autoridades.

Como no se actúa, comienza la danza de las responsabilidades. El presidente Fox esta semana, con razón, responsabilizó al congreso de no haber aprobado las reformas sobre seguridad y justicia que ha enviado hace ya casi un año a la cámara de senadores. Y los legisladores responsabilizan, también con razón, al gobierno federal de pedir reformas a las leyes cuando ni siquiera utiliza los instrumentos con los que cuenta actualmente. Cuando se habla con los gobernadores, todos se sienten rebasados por el fenómeno de la delincuencia organizada: saben que en sus estados está creciendo la presencia, sobre todo, del narcotráfico, de la venta de drogas, del lavado de dinero, que se están asentando grupos de sicarios, que han comenzado a reaparecer los secuestros de alto nivel; que en ocasiones esos grupos del crimen organizado se relacionan con organizaciones armadas; pero también perciben que no existe un esquema de coordinación ni los apoyos suficientes como para dar respuesta a esos desafíos. Tampoco tienen incentivos o presiones legales para hacerlo.

Cuando se habla con los hombres y mujeres que sí participan en esa lucha contra el crimen organizado, y que terminan en muchas ocasiones siendo víctimas de esas organizaciones, es difícil que no muestren su decepción porque tampoco sienten que el Estado, los políticos en el poder en turno, estén realmente interesados en esa lucha, por lo menos como para apostar en ella su capital político.

Y lo más grave es que todos tienen una parte de razón. El reclamo presidencial por la no votación de las reformas en seguridad y justicia es justo: no necesariamente se tendría que votar la iniciativa presidencial, pero existen varias otras más (por lo menos son ocho las iniciativas importantes en términos de seguridad que están en las cámaras, sobre todo una del partido Convergencia que bien podría ser tomada en cuenta o allí están, también, los resultados de la ambiciosa y amplia consulta que realizó el poder judicial sobre la reforma al sistema de impartición de justicia) que tampoco han sido analizadas por los legisladores. Y esa es su responsabilidad: nadie les pide que aprueben la iniciativa presidencial, lo que resulta inadmisible es que, ante una situación tan difícil como la que estamos viviendo, simplemente no hagan nada, que el tema ni siquiera esté en su agenda.

Tienen razón los legisladores cuando dicen que los gobiernos ni siquiera terminan de utilizar los instrumentos actuales a su alcance. El gobierno federal ha cometido muchísimos errores en este ámbito, el mayor de ellos permitir que durante más de la mitad del sexenio no se terminaran de coordinar las principales instancias en el ámbito de la seguridad, además de haber realizado una serie de reformas a principios de esta administración que en lugar de fortalecer el esquema institucional de seguridad, lo debilitaron, desperdiciando todo el periodo de transición con improvisados en la materia. En el camino se ha perdido un tiempo precioso desvirtuando el funcionamiento, el sentido mismo del sistema nacional de seguridad pública que era, muy probablemente, el mayor avance que se había tenido en este ámbito en años.

El propio gobierno, aunque no lo reconozca, ha aportado su grano de arena al adoptar decisiones políticas que vulneran las prácticas judiciales o legales, y ello va desde el caso López Obrador hasta el de Nahum Acosta. Se ha dejado presionar y ha dejado que los funcionarios realmente profesionales en ese ámbito no sólo no tuvieran el suficiente apoyo sino que también fueran presionados por otros, sin darles el suficiente respaldo.

Los gobiernos locales no quieren entrarle a fondo a combatir el crimen. En ocasiones porque se sienten rebasados, en otras porque perciben que no tienen el suficiente apoyo federal, en algunos casos porque muchos funcionarios, sobre todo del ámbito municipal pero en ocasiones también estatal, están coludidos con los criminales. Y por sobre todas las cosas porque ese combate es muy duro, muy difícil de sostener y no deja en el corto plazo réditos políticos y sí genera costos. Entonces se decide convivir con la delincuencia, como sucede en el Distrito Federal, el área metropolitana y la mayoría de los estados del norte del país. El problema es que ésta, simplemente, se desborda y termina afectando la gobernabilidad de sus estados y del país.

Se equivoca el presidente Fox cuando dice que no quiere “abonitos” en la aceptación de reformas sobre estos temas. Primero porque, sin modificar la ley puede hacer mucho más: en primer lugar, respaldar a los pocos profesionales que laboran en el área, e impulsar mucho más la coordinación en el sector. Pero, además, no es posible sacar en estos momentos una reforma integral como la que pretende y en ella hay temas poco trascendentes, junto con otros que tendrían que desarrollarse a lo largo de varios años (y que por lo tanto no parecen viables para un sexenio al que le falta un año para la elección de su sucesor); pero hay aspectos importantes y que podrían salir ahora y fortalecer el esquema de las fuerzas de seguridad, sobre todo en lo referente a las fuerzas policiales, algunas sobre atribuciones del ministerio público, lo mismo que reformas que permitan mucha mayor flexibilidad en las investigaciones sobre crimen organizado. Podrían el presidente y los legisladores encontrar esos puntos de acuerdo básicos, específicos, que darían una mayor fortaleza a las fuerzas de seguridad. Pero es imposible en un contexto de descalificaciones mutuas.

Lo que se requiere, en última instancia, sí es mejorar algunas, quizás muchas leyes, pero también una mucho mayor profesionalización en el sector y que los hombres del poder no utilicen esas áreas para sus propias operaciones políticas: son demasiados los encargados de seguridad que nada saben sobre el tema; son demasiadas las ocasiones en que se toma decisiones políticas que vulneran concientemente la seguridad (preguntémonos sino porqué el gobierno del DF no ha investigado lo sucedido en Tláhuac, porqué nunca encuentra un solo gran contrabandista en Tepito o un capo del narcomenuedeo en Iztapalapa o porqué el gobierno federal tampoco cierra el caso Tláhuac, porqué no actuó en el autoatentado de Murat o se deshizo de Rafael Macedo de la Concha por presiones políticas) y son muy pocos los compromisos verdaderos con esa asignatura que, hoy, está pendiente para la enorme mayoría de las autoridades del país, de todos los partidos políticos.

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